Patrono de cazadores

Por Carlos Rebella

Ninguna actividad del hombre, desde su paso por las cavernas, puede quitarle a la caza el mérito de ser el primero y único trabajo que desarrolló en los umbrales de la inteligencia.

Ese primer trabajo forzoso, como lo llamara Ortega y Gasset cuando filosofaba acerca de nuestro deporte, se convirtió en fuente de culto para cristalizar sumisión a dioses y diosas para transmitirla a través de los siglos.

Sin embargo, pocos de ellos relacionados con la caza perduraron hasta nuestros días, más allá de nuestra conocida Diana, y Artemisa, ambas, ancestros paganos.

Ortega, buceador infatigable del espíritu humano, no vaciló en afirmar que la caza es el origen de la civilización, afirmando desde su innegable sabiduría, que “… la forma más primitiva de la convivencia humana – en que la vida casi no es humana – fue lo que, un poco desacertadamente, se denominó la horda, grupos de 30 o 40 individuos unidos por consanguinidad, que vivían separados y sin tener que ver los unos con los otros… no existía en la horda organización alguna, no se conocía la idea de familia o autoridad… se ignoraba la función de la paternidad y los hijos nacían de las madres como engendrados por mágicos poderes… pero he aquí que los muchachos de varias hordas vecinas y antes hostiles, impulsados por ese anhelo de sociabilidad coetánea que llevan a los jóvenes a vivir en grupos, en equipo, deciden juntarse, vivir en común… claro que no para permanecer inactivos: el joven es sociable, pero por condición innata hazañoso, necesita acometer empresas. El grupo de la horda era simplemente una manada de origen zoológico y de sentido infra o prehumano… Pero este grupo de jóvenes no se basa en la consanguinidad: es una sociedad artificial y deliberada que solo se puede constituir con algún fin. Y dicho objetivo es, por lo pronto, la caza. Se emprenden riesgosas cacerías que imponen un mínimo de plan, de organización, de autoridad… todavía hoy los esquimales, pueblos primitivos y exclusivamente cazadores, no tienen más autoridad que la del hombre llamado “issulkek”, cuyo significado es, el que piensa…”

Volviendo a nuestro tema, no cabe la menor duda que la caza tenía la relevancia suficiente para convertirse en el epicentro de todas las diligencias pseudo culturales, físicas o religiosas.

En cuanto a estas últimas, está claro que a través de la historia y por milenios, todas las actividades que sucedieron a la caza, sacralizaron patronos divinos para invocarlos ante la necesidad de ayuda sobrenatural.

Y la caza, a su tiempo y entre otros, adoptó a San Huberto, — con H o sin ella – como su tutor celestial.

Nuestro Santo, que vivió en el siglo Vll, fue canonizado gracias a las gestiones de Carlomagno, y proclamado Amparo de la Caza en Francia, Alemania, Italia y España, países donde se lo venera.

Hijo del Rey Bertrand de Aquitania, creció a la vera de su padre, eximio cazador, mostrando desde su infancia una pasión poco frecuente, que lo llevó a descollar en tan recia actividad, al punto de salvar la vida de su padre en grave riesgo de sucumbir bajo las garras de un formidable oso, que lo había derribado.

Joven aún, emigró a la corte de Austrasia, donde persistió en su pasión, descuidando totalmente sus altas responsabilidades en la política y la guerra, que eran las principales actividades de los nobles de la época.

Al poco tiempo se casó con Floribunda, circunstancia que, junto al nacimiento de su primogénito Floriberto, sirvió para interrumpir brevemente sus andanzas de cazador. Sin embargo, no pasó demasiado tiempo en retomar su pasión venatoria con más entusiasmo aún, hasta olvidar sus obligaciones religiosas, tan pacientemente inculcadas por su madre.

Así las cosas, en plena Semana Santa, cuando todos reverenciaban a Dios en las Capillas, Huberto amaneció enardecido por el piafar de los corceles y ladridos de jauría, pronta para la caza de cierto ciervo capital, que merodeaba por la región.    

Poseído por el ardor que le transmitían sus ancestros, galopó incansablemente tras los canes, que no tardaron en acorralar a la bestia, que por fin se detuvo en un claro del bosque.

Fue en ese mágico instante que Huberto presenció la escena más extraña de su vida:

-El ciervo, estático y majestuoso, lo observaba desafiante, mostrando su espléndida cornamenta, recortada en el azul del cielo, con una sorprendente imagen aureolada de la Cruz del Señor en el centro.    

Huberto cayó postrado ante la aparición divina, al tiempo que oyó claramente la voz del Señor, reprochándole la actitud ante la vida, y el descuido de los deberes con su pueblo y la Iglesia.

Uncido frente a la visión etérea, cuando alzó tembloroso la vista, la imagen había desaparecido.

Fue en ese instante que decidió volver a Dios, y abandonar las actividades mundanas.

Abdicó de sus derechos reales, donó su fortuna e ingresó a la Abadía de Staveloc, dedicando desde entonces su vida al servicio del Creador y a favor de la cristiandad.

Falleció en el año 725, fiel a su conducta sacerdotal. Desde su canonización, los cazadores de todo el mundo lo recuerdan como su patrono.