Primera Sangre

Por Carlos Rebella

Cuando un viejo y querido amigo se comunicó para anunciarme que su hermano residente en Italia, visitaría nuestro país en pocos días, creí que se avecinaba otro compromiso social. Pero la realidad era otra: más allá del aspecto turístico, se proponía cazar un ciervo colorado, y conociendo la relación que me unía a su fratello, rogaba que le sirviera de cicerone, un presente griego que no pude soslayar. Poco tiempo después, cuando me presentó al viajero, quise que me tragara la tierra… Era un simpático personaje relativamente joven, novato y con una panza descomunal, combinación explosiva de impericia y estado físico inapropiado. Pero, ¿quién le colgaba el cascabel al gato, sin ponerlo en evidencia? En primer lugar, hablé a solas con su familiar, planteando los desafíos somáticos a los que debería enfrentarse: largas caminatas en el bosque o la montaña, andar en cuatro patas o reptando, y montar a caballo, destrezas que, era obvio, no conjugaban con sus 120 o 130 kilos en 1,65 de altura. Reconoció mis razones, pero sin avergonzarlo, no tenía otra que cruzar los dedos para que se produjera el milagro… Por mi parte, me sentí liberado: el que avisa no traiciona.

Luego de contactarme con uno de mis anfitriones frecuentes, residente en el oeste pampeano, obtenido el O.K. correspondiente y gestionados los permisos de rigor, sugerí un paso por el polígono de tiro: quería comprobar su pericia en el uso de armas de fuego. En ese sentido, el gordo me asombró: con su flamante Mauser 7×57 metió, a 150 metros, tres impactos en menos de una pulgada.

Para abreviar, diré que la travesía de 800 kilómetros, tuvo más etapas en comederos que para cargar combustible, aunque con suerte, al atardecer enfrentamos la tranquera de la estancia.

En reemplazo del dueño, ausente con aviso, nos recibió Ernesto, su mayordomo, ocultando una sonrisa socarrona al contemplar al personaje. Frente a unos tragos, el itálico, dueño de un carisma extraordinario, no tardó convertirse en el centro de atención con sus cuentos y anécdotas en español cocoliche, que divirtieron hasta a Pancho, mi adusto baquiano de siempre. Respiré aliviado, hasta era posible que se alzara con un ciervo, en vista que la brama estaba en su apogeo. El tiempo demostraría que no estaba errado…

Llegó la cena, mi nuevo amigo se comió todo, y luego de una corta sobremesa ocupamos nuestro cuarto de huéspedes. Solos, sobró tiempo para informarle sobre las modalidades en tiempo de brama, entre ellas madrugar: a las cinco deberíamos estar listos para desayunar y prepararnos.

A hora señalada Ernesto nos despertó tocando a la puerta, bajamos al comedor, y entre risas y supuestos, llegó el momento de cargar la mochila y los rifles, cruzar la amplia galería oscura y abordar la camioneta de la estancia, en la que Ernesto nos llevaría hasta los bramaderos. Dos tranqueras después nos apeamos, y con un ¡buena caza¡ el encargado nos despidió, dejando un walkie talkie para comunicarnos.

Sin ruidos de motor y chapa, disfrutamos del silencio natural apenas interrumpido por el volido de los pájaros y berreos cervunos. Lo envidiaba al invitado: pocas veces las condiciones se presentaban tan propicias.

En penumbras, seguimos al baquiano por un sendero de vacas que apuntaba al corazón del monte. Apenas una hora después, sorpresivamente, Genaro se sentó en un tronco y dijo basta, reconociendo que el asunto lo superaba: el medio distaba mucho de la verde campiña europea, donde había acechado un par de veces al corso. Pidió mil disculpas, rogando que continuara con el intento, ya que no quería frustrar el largo viaje y las molestias ocasionadas. Sinceramente, en otras circunstancias me hubiera alegrado, pero como resultó tan buen tipo como aparentaba, decidí alentarlo. Sostuve que todos nos cansamos; que en un rato estaría repuesto para continuar a su ritmo, y que descansaríamos cuantas veces fuese necesario. Casi convencido recobró el aliento, reanudamos, pero pronto las reservas se le agotaron y rogó que lo acompañara hasta el camino, donde lo recogerían previo llamado. Pero en ese momento Pancho, mostrando bonhomía y buena onda, sacó un conejo de la galera: cerca, conocía un molino al que ciervos y jabalíes acudían regularmente a beber, donde, si estaba dispuesto, podríamos construir un refugio improvisado para acechar algunas horas: con suerte avistaría astados o jabalíes sedientos…

Animado por las perspectivas – en todo caso no se aburriría – llegamos al aguaje, donde profusos rastros salvajes, nos decidieron a poner manos a la obra. En el estrecho espacio entre el tanque australiano y el alambrado que lo protege, acondicionamos algunas brazadas de ramas, bastante follaje, y un rústico tronco para sentarse, camuflaje precario pero efectivo. Allí quedó el bonachón, cuasi alegre y definitivamente esperanzado.

La inesperada situación tuvo la virtud de joderme el intento mañanero: cuando terminamos, la brama matutina se esfumaba. Sin embargo, desde unos mil metros, la brisa nos trajo berreos de dos machos, próximos entre sí, que se retaban presagiando un posible enfrentamiento. Si se trenzaban, el despelote de ramas rotas y cuernas chocando, sería un faro eficaz para el rececho. Al llegar al primer cruce de senderos hallamos pisadas recientes, una meada aún tibia y acre olor de semen impregnado en los arbustos. Saltando de un árbol a otro, paso a paso y escudriñando cada rincón en busca de hembras delatoras, demoramos más de media hora para cubrir doscientos metros, cuando inesperadamente, se escuchó el fragor inconfundible de guampas chasqueando: música para oídos monteros.

Calcando los pasos del guía, alcanzamos un pequeño despejado rodeado de arbustos desgajados y tierra removida por cascos caracoleando. Estábamos cerca, pero como una maldición pagana, justamente en ese instante ocurrió lo inimaginable: un disparo remoto interrumpió la trifulca. Mis puteadas se oyeron hasta la China: algún puto furtivo andaba haciendo de las suyas.

Aguardamos casi una hora rogando que reanudaran, hasta que me tentó una tenue la claridad que se vislumbraba en el horizonte. Continué en solitario para menguar los ruidos, llegué al claro, que resultó un contrafuego, me asomé sigilosamente, y ¡bingo! un padrillo guampudo se perfilaba en bandeja sobre el filo de una pequeña loma, con intenciones de saltar la cerca. No consideré necesario evaluarlo con los prismáticos, era a simple vista tirable… Calculé la distancia, alrededor de 130 metros, descansé el caño del viejo Remington en una horqueta, y apunté. Los hilos de la Leupold descendieron desde la cornamenta a la paletilla, acaricié suavemente el gatillo, y luego del culatazo, llegó el grato sonido del impacto.

Con otro cartucho en recámara, inmerso en el paroxismo que asalta a los discípulos de San Uberto en esos azares, me aproximé al espléndido trofeo, bello aún en la muerte. Su testa, coronada por catorce candiles, florecían en varas desusadamente gruesas; el vigoroso cogote y la hirsuta barba canela, delataban a un ejemplar veterano, y el cuero, surcado por múltiples rayones, hablaban de cien batallas a lo largo de más de una década.

Al trote, jadeando, llegó mi compañero contento como si fuera propio, y en parte lo era… Debimos reconocer que todas las peripecias impensadas se compensaron con un culo enorme: no siempre el éxito llega en la primera jornada. Las más, exigen semanas de madrugones, eternas caminatas y acercamientos generalmente fallidos. Pero así es en nuestro bendito deporte, algunas vienen llenas, y otras vacías.

Ya que la suerte quiso que cayera sobre terreno accesible, sugerí comenzar el desposte, mientras Pancho traía la camioneta. Cuando terminaba de desprender la piel, que pensaba obsequiar al huésped regresó, tomó una pata trasera, y comenzó a cuerear cerca de la pezuña. Fue en ese instante que exclamó en voz alta:

— “Carlitos, el furtivo casi se lleva la cabeza…”

Sin saber a qué se refería, veo su índice señalando un agujero de bala junto al garrón, que perforaba el delgado cuero entre el tendón y el hueso, donde asomaban algunas gotas rojas, recientes. Mi alegría se derrumbó como un castillo de naipes…

Porque no había dudas: estaba tocado, y la tradición venatoria adjudica la propiedad al autor de la primera sangre, el ignoto furtivo desafortunado que lo dio por perdido… Por fin cargamos los despojos y nos dirigimos al apostadero, rumiando bronca y barajando alternativas, entre ellas donar la cabeza al Club de Cazadores.

El inefable Genaro caminaba preocupado cuando entramos al corral, si bien se le iluminó la cara con el trofeo. Me abrazó cálidamente entre felicitaciones y loas, y comenzó un largo parloteo sobre su petit odisea. Horas antes, vigilando los alrededores con los gemelos, vislumbró la cabeza de un ciervo parcialmente oculto por una mata de arbustos. Pudo ver por largos minutos su cornamenta, llena de puntas que contó varias veces: catorce. Confesó que sufrió un escalofrío intenso de emoción: nunca había visto tan cerca una mole de más de 250 kilos, las imponentes astas, ni la espesa pelambre dorada soto cuello. Evidentemente, aún no conocía qué era una violenta descarga de adrenalina. Buscando un sostén para el caño tembloroso, lo apoyó sobre uno de los hilos del alambrado: se produjo un roce metálico, y el bruto – alarmado – giró emprendiendo la fuga. Como estaba en el campo de la mira disparó a la carrera, por instinto, cuando se perdía en el bosque. Desolado y triste ante la oportunidad perdida, anduvo deambulando por el playón hasta que llegamos. Al escucharlo, sin mediar palabras, Pancho y yo tuvimos la certeza que el autor del disparo, que atribuimos al furtivo, era Genaro. Me senté sobre el borde del bebedero, sin saber por dónde empezar, y con lujo de detalles le expliqué cómo y porqué el ciervo le pertenecía. En principio creyó que se trataba de una broma, pero ya convencido, aseguró que no le interesaban las sutilezas morales y éticas tradicionales, ya que no era un profesional (sic), y descartó terminantemente aceptarla, pidiendo que no se hablara más del asunto. Insistí, ratificando mis convicciones, proponiendo un trato de caballeros: regresaría a su terruño con las cuernas como obsequio y recuerdo de nuestra amistad, evitándome regalarla. Aceptó el acuerdo, prometiendo que jamás la exhibiría como suya, y a sus amigos, les contaría la verdadera historia. Tiempo después, el hecho fue tema central durante una cena de camaradería en el Tiro Federal de Buenos Aires – del cual era Secretario – a la que concurrieron numerosos cazadores, entre ellos el Ing. Mílan Ecker, decano medidor de trofeos. Los detalles se convirtieron en animada polémica que se extendió hasta pasada la medianoche, cuando Ecker, siempre cauto para opinar, sentenció que, en el caso que nos ocupaba, el trofeo le pertenecía al cazador que lo abatió, pues la herida del primer tirador, no podía ocasionar muerte, inmediata o posterior. Para enfatizar, ejemplificó: si una bala atraviesa el pabellón de la oreja, roza el cuero o secciona el rabo, provocará sangría, pero jamás pérdida de vida. En ese caso, el abate corresponde a quien lo remató. Todos aceptamos su dictamen, pero mi cornamenta envejecería en tierras del Dante.

LA HISTORIA SE REPITE

Todo comenzó cuando asomaban las primeras agujas heladas de aquel lejano otoño, en las cercanías de Aluminé, provincia del Neuquén, al comienzo de la temporada de caza del ciervo colorado, coincidente con el breve ciclo anual en que despierta el sexo, provocando una drástica modificación de sus hábitos y conducta social. Los sementales alteran la tranquila convivencia entre pares, se tornan irascibles y camorreros, los más fuertes rodean un hato de ciervas como suyas, y entre bramidos furiosos, cornadas, embestidas y coces, esperan la ovulación de las doncellas para fecundarlas, perpetuando la especie. Pasada la calentura, vuelve la calma, y la tranquila convivencia con los que hasta ayer fueron adversarios… Esa cita indeclinable que convoca los cazadores de todo el mundo me encontró, por primera vez en muchas décadas, junto a tres queridos amigos y otros tantos guías, una muchedumbre: prefiero la montería en grupo impar, y no más de dos… Pero vayamos a los acontecimientos, mencionando en adelante a los actores del incidente que veremos, como A y B, para evitar suspicacias. El cazadero que ocuparíamos durante una quincena, se ubica en las cercanías de la famosa Bajada de Rahue, que desciende desde las cumbres próximas al Cerro Atravesado, a 1550 metros S.N.M., hasta la costa del río Aluminé, cota de 1100. Es sin duda una verdadera maravilla de ingeniería vial: en solo un kilómetro horizontal, se repliega sobre sí misma diez veces en curvas de 180º, todo un desafío que nos acercó a Aluminé, pintoresco pueblito andino, donde pernoctamos. Por la mañana, precedidos por los guías que partieron horas antes del amanecer, con sus montados, los nuestros y dos cargueros de tiro, tomamos el camino de ripio que conduce a Junín de los Andes, en busca de la cercana tranquera de la estancia. El extenso campo se caracteriza por su gran meseta que se dilata a más 1300 metros de altura, a imagen y semejanza de la archiconocida Table Mountain sudafricana, pero custodiada por una cadena de macizos que superan los 3000 metros. La curiosa pradera cubierta de tiernos pastizales y mallines, conocida como veranada, constituye una inestimable reserva de forraje para la hacienda doméstica, que también recibe a los merodeadores de siempre: ciervos y jabalíes bajan de las alturas al atardecer, se alimentan, y regresan al cobijo alpino. Me acompañaría Froilán Cofré, viejo amigo y baquiano que, como en muchas ocasiones, vacacionaba en sintonía con mi cita sureña, en tanto mis colegas, contarían con el apoyo de dos de sus colegas, todos puesteros en la estancia Collun Co, cuna de los primeros colorados llegados, más de un siglo atrás, desde la provincia de La Pampa. El campamento, un viejo puesto en desuso construido al pie de una loma, que se desvanecía en la sabana, contaba, en planta baja, con un amplio mono ambiente, algunos muebles, y la vetusta económica o cocina a leña, mientras el altillo, espacioso y calefaccionado por la chimenea del fogón, serviría como dormitorio para los siete, en el piso. Para llegar a ese rincón del paraíso, había que trepar un repecho que poco tenía que envidiarle al de Rahue, empinado, sinuoso y con decenas de curvas que se replegaban en curvas tan agudas, que exigía tomarlas en primera y a fondo. Cuando al fin estacionamos frente al refugio, luego de deleitarnos largo rato con el paisaje comenzó la descarga de los bártulos: vajilla, alimentos, colchonetas, bolsas para dormir, armas y bolsos, que lentamente ocuparon su lugar. Afortunadamente, todos fuimos compinches por muchos años y conocíamos los códigos campamenteros: solidaridad y diligencia para repartir tareas: dos partieron – hacha en mano – en busca de leña; otro recogió la cercana para el primer fuego; aquel subió los enseres; alguien acarreó agua del arroyo, y el inamovible cocinero, Aldo Guido, comenzó a mover ollas y sartenes. Poco después llegaron los colaboradores, desensillaron, bañaron a las bestias agotadas por la trepada y resguardaron los aperos, armaron palenque y trasladaron a los animales cerca del agua, maneados y atados largo, para pastorear y beber a sus anchas. Con tanto trajín, las horas pasaron rápidamente, y con la tarde cambió la temperatura: el viento de sur trajo el frio que nos reunió frente a la hornalla, mirando bailotear las llamas rojizas. En los silencios frecuentes, oíamos el mismo crepitar que escucharon, miles de años atrás, nuestros ancestros cavernarios pensando en la caza. Cenamos como beduinos hambrientos, planeamos el debut exploratorio, y con las primeras luces abandonamos la tibieza acogedora de la bolsa. A pocos pasos, desde el ventanuco del atrio, Natura nos regaló el cuadro inefable de la pampa, cubierta por el manto helado de la escarcha, que asemejaba una alfombra cuajada de diamantes titilando como luciérnagas. En sintonía, Aldo, desde abajo, enviaba el delicioso olorcillo de café y tostadas. Durante varios días entre cabalgatas para acercarnos a los bramaderos, y recechos a pie, nos persiguió la mala suerte: muchos avistajes, pocos trofeos, o impericia durante el approach nos encontró a todos con las manos vacías. Hasta que A y B decidieron probar en pareja, – desaconsejable – y me pidieron prestado al codiciado Froilán, una garantía… Lo cedí con gusto, aprovechando para hacer fiaca y dar un merecido descanso a mis viejos huesos cansados, mateando y garabateando apostillas para mis notas periodísticas. Aldo y el acompañante, por su parte, tomaron rumbo sur, en busca de sus ilusiones… La crónica de los hechos, obviamente, se basa en los dichos de los actores y el guía, que, palabras más palabras menos, me permito resumir.… “…Pensando en sorprender algún rezagado, resolvieron salir sin caballos, mucho antes de las luces del alba, a favor del terreno llano del prado. Todo se desarrollaba sin inconvenientes hasta que, ocultos tras la barranca de un riacho, descubrieron un par de ciervos que reñían furiosamente, disputando el harem. Sortearon el turno, y A resultó agraciado: seguiría con el baquiano, y B en dirección opuesta, cruzó un arroyo y se dirigió al este. Una hora más tarde, B escuchó un disparo que procedía del sector ocupado por su compañero, y decide regresar a fin de – eventualmente – colaborar con el desposte y traslado de los despojos. En el camino, debió costear un pajonal que rodeaba un mallín lodoso, desde donde, sorpresivamente, sale un ciervo que se sorprende un segundo al verlo, y luego toma carrera rumbo a la montaña. Si vacilar sacó el seguro, apuntó delante del hocico, y lo abatió con un tiro que, aunque resultó alto, impactó la columna vertebral, paralizando las patas posteriores. Lo ultimó con uno de gracia. Se tomó su tiempo para el regocijo justificado, acarició cada arruga y pitón de la gran cornamenta, y comenzó a extraer las cuernas. Cuando terminaba la prolongada tarea, apareció A, agitado y presuroso, asegurando que el ciervo era de su pertenencia, pues lo había herido y rastreado hasta donde se hallaban. Como su acompañante corroboró los hechos, se abocaron a revisar minuciosamente el cuerpo, descubriendo otro orificio en el sitio menos pensado: en el borde posterior de las nalgas, a la altura del ano. Un solo centímetro hacia atrás, y el proyectil hubiera pasado entre rabo y piel, sin que nadie se enterara… Pero la curiosa coincidencia – que no se hubiera producido cazando en soledad – desató una larga, acalorada y desagradable discusión: A invocando la vieja ley de la primera sangre, y B que la herida era superficial. Con el aire que se cortaba con cuchillo, extrajeron la cabeza, que contaba doce vigorosos candiles, y volvieron al campamento…” Sentado en la puerta del rancho, aguardando el regreso de la pandilla, divisé a la distancia a los tres jinetes, y cuando se acercaron, a las guampas en hombros de mi leal montañés, recortadas en el cielo. Hubo fumata pero, sin embargo, sospeché por sus rostros que algo andaba mal… Se apearon, y luego de un frío saludo, se trenzaron en una discusión que interrumpí bruscamente exigiendo una explicación, ya que no entendía nada. Con pocas palabras, Froilán me puso en conocimiento de los hechos, y traté de calmar los ánimos: misión imposible. Por fin, luego de una eternidad oyendo opiniones y rogando cordura, B decidió ceder el trofeo, aclarando que no renunciaba a su certeza. Además, en nombre de nuestra larga amistad, me pidió que lo acercara a Junín de los Andes, desde donde regresaría a Buenos Aires en micro. Como de nada valió mi poder de convicción para evitar el triste final, me vi obligado a recorrer casi 200 kilómetros de ripio sin comerla ni beberla… Cuando la malhadada cazada tocó a su fin, emprendimos el largo viaje de regreso, en una atmósfera que no era la ideal: nadie hablaba del tema, pero flotaba en el aire…Transcurrieron un par de semanas hasta que, no sin disgusto, recibí el pedido de ambos contendientes para que arbitrara nuevamente, ya que B insistía en sus derechos. Coincidentemente, por esos tiempos me desempeñaba como secretario de la Federación Argentina de Caza mayor – que había fundado en su momento – donde entre otras, actuaba la Comisión de Medición de Trofeos, presidida por el distinguido Ing. Milan Ecker, decano de los medidores argentinos, y experto indiscutido sobre temas venatorios. Confiaban en mi veredicto, y se comprometían a respetarlo sin reservas ni rencores, cosa que estaba seguro no cumplirían. Y así fue. Tratando de evitar lo inevitable, no dudé en convocar a mi amigo Milan y su valiosa experiencia, para solucionar el diferendo. Juntos acudimos a libros de todo tipo, color y procedencia, – algunos en alemán, idioma que él dominaba – hasta reunir datos suficientes para salir del paso y tranquilo con mi conciencia. Mi resolución, por llamarla de alguna forma, fue la siguiente: 1) En primer lugar dejo constancia acerca de la inestimable colaboración del Ing. Ecker, para zanjar la cuestión. 2) Hago referencia a la legislación española, país con antigua tradición cinegética, que enmarca a la primera sangre en la Ley de Caza del año 1879, actualizada en 1970, que en su Artículo 22/6 dice: “… cuando existan dudas con respecto a la propiedad de la pieza de caza abatida, se aplicarán los usos y costumbres del lugar. En su defecto, la propiedad corresponderá al cazador que le hubiese dado muerte cuando se trate de caza menor, y al autor de la primera sangre con respecto a la caza mayor…” Como es evidente, los usos y costumbres del lugar no aplican en nuestro país, por su limitada historia cinegética. 3) En el norte de España, la ley dicta que las piezas de caza abatidas – menor o mayor – pertenecen al que las ocupa, mientras que, en el sur, rige el principio de la primera sangre.4) Si nos atenemos a las normas éticas relacionadas con la primera sangre, nos encontramos ante una situación controvertida, pues no hay duda que ciertas heridas sangrantes no son mortales, hecho comprobado al despellejar un abate: frecuentemente aparecen antiguas cicatrices de disparos, y/o proyectiles enquistados. 5) Por lo expuesto, sin una legislación clara y transparente, resulta imposible dictar un fallo terminante e incontrovertido, teniendo en cuenta que los querellantes son parte, y sus apreciaciones y razones pueden estar viciadas de subjetividad.” 6) que apelaba a la amplitud de criterio y objetividad de los amigos para la solución más sensata posible.” Más allá de mi modesta opinión, el pleito desnuda una realidad que enseña la experiencia: cuando dos deportistas disparan – por las razones que fueren – sobre el mismo objetivo, siempre habrá discordia y malos entendidos. Aunque podía ser sospechado de moderno Pilatos, lavándose las manos, creo que el hecho deja una moraleja. Si bien la convivencia y los fogones monteros fortalecen la amistad y camaradería, no es menos cierto que la caza mayor es esencialmente egoísta, en el mejor sentido etimológico: anteponer el interés propio al ajeno. Un gran trofeo no es una perdiz, con todo respeto por la caza menor, que puede hallarse, pasos más pasos menos, poco más adelante. El ciervo capital, generalmente aparece una vez en la vida, y no se puede dividir ni resignar, salvo por motivos legales o morales. Para evitar entuertos y si el coto será usufructuado por varios, se deben delimitar con absoluta claridad las áreas que corresponden a cada uno: árboles dispares, cumbres características, picachos identificables, ríos, arroyos, cañadones o alambradas pueden tomarse como referencias, para respetar a rajatabla los sectores asignados, aceptando que, si un animal herido invade al vecino, debe notificarse al titular fehacientemente, antes de iniciar el rastreo. Nobleza obliga.