Servidumbres Inmorales

Por Alberto Nuñez Seoane.

La caza, como la inmensa mayoría de las humanas actividades, se ve sometida a las debilidades inherentes a la naturaleza humana. A muchos, creo que nos gustaría verla muy por encima de las miserias que anidan en las almas grises, pero la sombra de la mediocridad congénita puede, en demasiadas ocasiones, con los anhelos del espíritu azul.

Puede que este diezmo que hemos de pagar, por sentirnos cazadores, forme parte de la actitud de sacrificio y superación que la caza exige a todo aquel que opte a incrementar la lista de sus apasionados y sufridos practicantes y, puede, que sea éste el más arduo de los sinsabores que todo cazador, en cuerpo y alma, debe experimentar, puesto que la única alternativa viable, supondría la renuncia inevitable a vivir la pasión que nos mueve.

Sería muy ingenuo pretender que “lo mezquino” respetase “lo venatorio”; sería, tal vez, pretencioso esperar que el “sentir cazador” espantase el lastre que la vanidad supone; probablemente, ni tan siquiera el íntimo y honesto deseo de intentar mantener a salvo de las humanas bajezas, algo capaz de ser tan sublime como la caza, pueda entenderse como razonable afán, cuando la jungla de egoísmo, intereses y ambiciones, asume el protagonismo del escenario en el que acostumbramos a malvivir.

No podía ser de otra forma, tan sólo un patético iluso, un desubicado optimista o un soñador esperanzado, serían capaces de cobijar en el interior de su corazón, la realidad de una caza virtualmente a salvo de las penurias que las personas arrastramos por los senderos de nuestra existencia.

De sobra saben ustedes que el poder -excesivo en tiempo y forma- y el dinero –fácil, rápido o inmerecido-, tiene una letal capacidad para corromper los humanos corazones. De sobra conocen, también ustedes, los cambios, asombrosos, que determinados individuos son capaces de experimentar, manteniendo la más dura de las caras, la más impasible de las miradas y la más estoica de las actitudes. Y sin embargo, a pesar de reconocerme sabedor, como ustedes, de esta circunstancia, no puedo evitar, una y otra vez, experimentar el desagradable sabor que la decepción, no por anunciada menos amarga, deja incrustada en los entresijos de mi consciencia.

Por desgracia, la falacia y la intolerancia, el exabrupto y la tozudez, suelen terminar por imponerse a la altitud de miras y la honestidad, a la elegancia espiritual y la nobleza. Por desgracia, los ineptos pretenciosos copan demasiadas esferas de poder y, desde sus cutres atalayas, contaminan todo aquello sobre lo que posan su abyecta mirada.

No es necesario detallar nombres o apellidos, no hace falta apuntar detalles. Ellos, aquellos a los que me refiero, esos de los que escribo, saben, muy bien, quienes son, tiene la certeza de lo irrefutable de esta triste realidad. Lo que les condena no son sus errores, es su resistencia a la rectificación, su negativa a la propia exigencia, su determinismo hacia el estancamiento.

Diana, diosa de nuestros mejores lances, nunca parió sucedáneos de semejante calaña. Puede que sean hijos de Selket; ella, la diosa escorpión de la mitología egipcia, si pudo echar al mundo serviles bastardos motivados, sólo, por la inmoralidad.