Tanzania - Mi último gran safari

El Leopardo

Por fin el Toyota se puso en marcha y partimos. Nuestro primer objetivo era cebar el área para leopardos, y debíamos proveernos de carne. Un par de impalas logrados en las cercanías fueron multipropósito, los lomos y los cuartos traseros se utilizarían en la cocina y el resto de los animales servirían como carnada. En total colocamos cuatro cebos, muy distantes unos de otros, pero en todo caso cerca de alguna gran charca, o en las orillas del río, la vegetación cerca del agua suele ser más exuberante y siempre aparece un buen árbol donde la carnada puede ser colgada y amarrada sólidamente con sogas de cáñamo a una altura aproximada entre cinco o seis metros. Era casi medio día cuando terminamos con esta tediosa tarea, el campamento estaba cerca y decidimos regresar. No fue mala idea, el calor era agobiante y las moscas tse-tse comenzaban a impacientarse.
A media tarde reiniciamos la cacería sin destino fijo. Nos movíamos casi paralelo a las márgenes del río Ruaha, el área se extendía casi setenta kilómetros sobre su ribera hasta encontrarse con el río Rufiji. Se veían docenas de hipopótamos sumergidos en el agua; en esa posición donde solo asoman parte de su cabeza es muy difícil discernir su sexo. Más fácil sería reconocerlo en tierra firme, donde es común verlos deambular adentrándose en la espesura de la selva, su cacería puede ser más peligrosa pero también más emocionante.
Transitábamos lentamente sobre suelo arenoso, con nuestros prismáticos recorríamos los pequeños bancos de arena que se formaban donde abundaban cocodrilos, en general chicos, con medidas que no superaban los tres metros de largo. De pronto identificamos uno, que catalogamos como excelente, pero por algo llegó a viejo, estábamos acercándonos cuando repentinamente al vernos se zambulló al agua y con ello perdimos la posibilidad de cazarlo.
Quedaban pocas horas de luz y decidimos regresar. El cielo aún mostraba su color azul intenso y el sol declinaba hacia el oeste pintando de tonos ocres y rojizos el horizonte otorgándole a la selva un encanto especial. Era casi de noche cuando llegamos al campamento. ¿Cansados?, sí, muy cansados, pero no había sido un mal día.
El día siguiente lo iniciamos revisando los cebos para leopardo, dos de ellos habían sido bien comidos. Decidimos probar suerte con el que estaba más próximo a nuestra posición, reemplazamos los despojos que habían quedado y colocamos cebo fresco. Una vez elegido el lugar para apostarnos los ayudantes comenzaron a construir el blind de manera simple y eficaz, en un par de horas estaría listo. Acordamos regresar alrededor de las cinco de la tarde para apostarnos.
Durante el resto del día atravesamos grandes extensiones de bosques que de pronto se transformaban en amplios espacios abiertos salpicados por espesos breñales. En nuestro derrotero tropezamos con un búfalo solitario al que seguimos infructuosamente por más de dos horas, sin darnos cuenta nos habíamos alejado demasiado y demoramos en regresar. Sin embargo cuando la suerte está de nuestro lado las cosas suceden con naturalidad.
Cuando llegamos al apostadero ya casi anochecía. Mala hora, pensé. Para colmo en el apuro por ir a apostarnos, al igual que un principiante, no lleve ropa de abrigo, ni guantes, ni agua. Por suerte esa noche estaba templada, a pesar de la marcada amplitud térmica de África.
Nos acomodamos y dimos inicio a la espera. Los murmullos de la selva fueron acallándose poco a poco, hasta que el silencio se hizo presente. A decir verdad, es ahí cuando empiezan a cobrar magnitud los verdaderos sonidos y en medio de esa soledad uno se sumerge en sus pensamientos más recónditos. Me preguntaba una y otra vez porque África es tan especial, tiene un atractivo y una fuerza interna más poderosa que una droga, cuando se la conoce resulta imposible dejarla. Nos obliga una y otra vez a pensar en ella y sentir un deseo irrefrenable de volver.
Sin querer, el lastimero aullar de una hiena me sobresalto y me erizó la piel. David, el PH también se inquietó, había escuchado algo y no era precisamente el aullar de una hiena. Casi inmóvil, con lentos movimientos señalaba hacia adelante con su dedo índice, repetía gestos una y otra vez dando a entender que un leopardo se movía cerca nuestro. Yo, con mis prismáticos barría el área, pero lamentablemente no veía ni oía nada.
La tarde había entrado en ese cono de luz donde no es de día y tampoco de noche y entre dos luces se dificulta la visibilidad. Dejé los prismáticos de lado, ya no eran útiles, y agudicé mis sentidos. Poco a poco comencé a percibir el movimiento del felino, se movía sigilosamente alrededor del árbol y de repente como por arte de magia en un par de saltos estaba caminando sobre la rama de la cual pendía el cebo, comenzó a comer voraz y desprolijamente ajeno a lo que pasaba a su alrededor.
Empuñé el .338 y empecé a seguirlo con la mira, el retículo iluminado ayudaba a focalizar el disparo. Sin hablarnos, por supuesto, mediante señas, decidimos esperar unos minutos para ver si cambiaba de posición. Tuvimos que esperar muy poco, de pronto se irguió y lo pude ver perfectamente. Tomé puntería y disparé.
El estampido del rifle, magnificado por la quietud que nos envolvía y el fogonazo del disparo sorprendieron al PH quien con un gesto de contrariedad dijo:
– ¿Por qué disparó si yo no le di la orden? –
A lo que contesté:
-Fue un tiro sencillo, se desplomó ante el impacto de la bala. –
-Veremos si es cierto. – Contestó con cara de pocos amigos.
Después de largos minutos, los boys que habían escuchado el disparo llegaron a nuestro encuentro con el jeep del safari. Fueron momentos cargados de adrenalina, momentos que quedan grabados a fuego y solo aquellos que tuvieron la suerte de protagonizarlos pueden entender. Basto dirigir los focos del vehículo para corroborar lo que había dicho. El leopardo yacía inerte en la base del árbol, era un macho en la plenitud de sus fuerzas, un trofeo imponente en su belleza moteada.
Esa noche fue difícil conciliar el sueño, las descargas adrenalínicas vividas durante la tarde no me lo permitieron.