Tanzania es para mí la verdadera África, el África negra, la Meca para el cazador deportivo y siempre añoro regresar a ella, a pesar de ser una de las regiones donde la malaria es altamente endémica. Fueron varios los intentos realizados, pero todavía no existe vacuna para prevenirla. Los resultados del año 2010 la catalogaron como inactiva y recién en el año 2013 se anunció que una vacuna en estudio, en fase I, alcanzaba una eficacia del cien por cien. No obstante, la Organización Mundial de la Salud todavía no la recomienda.
A modo de prevención, es necesario tomar antes, durante y después del safari una pastilla cada siete días de “mefloquina”, conocida en el mercado farmacéutico como Tropicur. Si bien es sumamente efectiva para contrarrestar la malaria, los efectos colaterales son incontables y en mi organismo se manifiestan varios de ellos, presentándome la dualidad de no saber qué hacer.
Por esta razón, durante varios años no viaje a ese destino. Sin embargo, un día decidí subirme al avión, tomar Tropicur y que sea lo que Dios quiera.
A mediados del año 2015 recibí un mail de un operador turístico de Tanzania. Nos conocíamos de safaris anteriores ya que él era el coordinador general de la Compañía Usangu/Tawico Safaris; oficiaba como despachante de los trofeos, rentaba en forma particular los vehículos que se usaban para el traslado de los cazadores a las distintas áreas de caza y también organizaba safaris fotográficos en el Cráter del Ngorongoro.
La pregunta inmediata fue ¿Eliab, pensará que cambié el rifle por la cámara de fotografiar? No, craso error, el que había cambiado la cámara de fotografiar por el rifle era él. Iniciaba así un nuevo emprendimiento relacionado con la cacería propiamente dicha, había rentado al gobierno un área de caza enclavada en la reserva de Selous, entre los ríos Ruaha y Rufiji y me ofrecía sus servicios.
Mi mente voló a Tanzania y en un clic de la computadora ya estaba en contacto con él. Recabé referencias sobre el estado del área, ya que en el ambiente se comentaba que en los últimos años había sido sobre cazada, dejándola prácticamente sin animales, algo difícil de creer, pero cuando el río suena, agua trae… Sin embargo fue el mismísimo Craig Boddington quien disipo mis dudas al decirme “esa zona entre los ríos Ruaha y Rufiji es una de las más renombradas y salvaje”. No necesite más, quedamos en encontrarnos con Eliab en la Convención del Safari Club Internacional, en Las Vegas, en febrero del 2016 y allí contraté a pesar de la malaria mi quinto safari en el paraíso de la caza mayor, Tanzania.
Corría el mes de julio cuando arribé al Aeropuerto Internacional Julius Nyerere, el principal aeropuerto de Dar Es Salaam, que lleva el nombre del primer presidente de Tanzania. Nada había cambiado en todos estos años; un centenar de personas vestidas con atuendos típicos se movían desordenadamente en su interior.
El primer desafío fue conseguir la visa; la otorgan al ingresar al país en la oficina de migraciones. El segundo y quizás el más complicado era recibir el equipaje completo y como de costumbre llegó a medias. Estaban las valijas y las balas pero no las armas.
Ahí comenzaron los reclamos. Imposible entendernos, yo hablaba inglés mezclado con español, ellos swahili mezclado con inglés. Ante mi insistencia, me brindaron un amplio espectro de posibilidades, podían estar en Sudáfrica o en Brasil, sin descartar tampoco que no hubieran sido embarcadas en Argentina. En fin, no dejaron nada en el tintero. Todo un caldo de cultivo ideal para poner a prueba los nervios del más sereno.
Con el pensamiento fijo en retrasar dos días el comienzo de la cacería, tomé mis pertenencias y me dirigí a la salida, no podía partir al área sin mis armas, tenía que recuperarlas. En ese momento, por un altavoz oí decir mi nombre repetidas veces, con una íntima luz de esperanza me acerqué a una ventanilla atiborrada de gente y tratando de hacerme ver, repetía a viva voz “I’m Mr. Pasquetti”, “I’m Mr. Pasquetti”. ¡Un oficial de aduana se acercó y señaló una caja dentro de la oficina, casi no podía creerlo, eran mis armas…!
Que había pasado, jamás lo sabré y tampoco me importaba. Trataban de darme explicaciones, pero ante mi alegría, yo solo decía “no problem, that’s Ok”, “no problem, that’s Ok”.
En este viaje llevé tres rifles, el .375 Sako, compañero inseparable en África, un .458 y un .338 Winchester. La elección de estos calibres fue acertada, conocía sobremanera las bondades del .375, pero el .338 terminó mostrándome cualidades balísticas asombrosas. Su moderado retroceso unido a una trayectoria rasante hasta los doscientos metros lo colocan en uno de mis favoritos, ideal para efectuar algún tiro de suma precisión, a los que llamo “disparos quirúrgicos”.
Las opciones para llegar al área desde Dar Es Salaam eran dos, una por aire rentando una pequeña avioneta, la otra, por tierra. Me decidí por esta última, resulta apasionante recorrer la geografía de los países africanos, uno se nutre de experiencias interesantes, tanto los pequeños y míseros villorrios como sus habitantes tienen un sello diferente, adentrarse a esto es vivir África, y palpar de algún modo la idiosincrasia de esa cautivante parte del continente negro.
Tomamos por la misma ruta de años anteriores, atravesamos nuevamente el Parque Nacional Mikumi, la abundancia de fauna seguía siendo formidable. Se veían cientos de impalas, los búfalos parecían meros espectadores y una manada de elefantes tranquilamente se daba un banquete a no más de cincuenta metros del camino. Hice detener el vehículo para cazar con mi cámara un macho cuyas defensas sobresalían más de un metro, un trofeo con el que un cazador sueña; sueño que muchas veces no se alcanza a través de una vida.
Fueron diecisiete largas horas de travesía. Las primeras diez horas transcurrieron en un cómodo mini bus a pesar de lo maltrechas que están las rutas en toda Tanzania. Las últimas siete horas de viaje fueron demoledoras, las hicimos en un jeep de safari cruzando la selva por sendas inexistentes. El camino se retorcía por entre un bosque de miombos, con pozos grandes y chicos, saltos y guadales y una nube de polvo blanquecino fino como el talco, que nos acompañó durante todo el trayecto.
Llegamos al campamento casi a media noche. Estaba enclavado sobre una loma y me pareció agradable a la tenue luz de la luna. Mi pobre físico pedía a gritos descansar, creo que tan solo bebí algo fresco y me desplomé en la cama.
Por la mañana, después del reparador descanso y una reconfortante ducha salí a inspeccionar el entorno. Se lo veía bien perimetrado y cuidadosamente barrido. El campamento no difería de los anteriores. Siempre armado con el mismo concepto, carpas cómodas y sobre ellas un techo de paja que al generar una cámara de aire hace que la temperatura descienda notablemente en el interior de la misma. Grandes árboles lo rodeaban por tres de sus costados junto a una empalizada de long grass artesanalmente armada y al frente el río Ruaha le colocaba el último límite. El quincho que oficiaba de comedor tenía una vista privilegiada hacia sus orillas. Cocodrilos e hipopótamos se contaban en cantidad, iba en busca de estos dos para completar lo que en la actualidad se conoce como los “siete grandes”, además de leopardo y antílopes menores.
Después del desayuno, arme los rifles y con un disparo de cada uno de ellos sobre una diana a sesenta metros quede conforme. Agrupaban correctamente. El sol ya estaba alto en el horizonte y prometía un día de intenso calor, en medio de un traqueteo desordenado se terminó de armar la partida. Mi primer día de cacería estaba en marcha y no hay emoción más grande que la primer salida. Todo está por descubrirse; desde la relación con el staff que en este caso lo componían veintitrés personas, a saber, un cazador profesional, dos porteadores, dos trackers, tres skinners, dos drivers, un mecánico, tres cocineros, y nueve ayudantes, hasta la geografía y la existencia de animales en el área. Todo era una verdadera incógnita… Continúa