La candidez y bonhomía de los paisanos suele ser engañosa y confundida con ignorancia, sin embargo, no sabrán álgebra, pero reconocen a un tonto.
Julio Bonacea era guarda parque en la Isla Victoria, una perla engarzada en medio del lago Nahuel Huapi, jurisdicción de Parques Nacionales. Y en su hermosa cabaña alpina viví días inolvidables gozando de su amistad y experiencia.
Allí abundaban ciervos colorados, y si bien la caza estaba vedada, el Presidente tenía potestad para excepciones para cortesía internacional, y en aquella oportunidad el agraciado fue un diplomático alemán, y Bonacea el responsable de guiarlo. Mi amigo era correcto y cordial, aunque algo orgulloso: controlaba sus impulsos, pero se hacía respetar.
Como mi visita coincidió casualmente con la del germano, y la vivienda constaba de dos dormitorios, debí mudarme al de Julio para albergar al ilustre visitante por unos días.
El carácter del visitante era un problema: hosco y hasta despectivo, hacía difícil la convivencia. Cuando llegó apenas cruzó un frío saludo y por la noche, luego de la jornada de caza, se retiraba a descansar sin saludar y con el último bocado. Una joyita… A esa hora, sentados bajo el alero y en el silencio del bosque encantado, Julio se desahogaba: estaba harto de su petulancia, había despreciado un astado que le puso a tiro, lo trataba como a un sirviente y rechazaba sus consejos alegando que había cazado en medio mundo. Las sabía todas…
El último día de cacería, cabalgando entre lengas y cohiues, el invitado sofrenó su montado, hizo imperativo gesto de silencio, se apeó sin mediar palabra y avanzó agazapado entre la fronda. Julio, con su vista de lince, comprobó que se dirigía rectamente hacia uno de sus bueyes, semi oculto detrás de un árbol. Se regodeó observando la cagada que se avecinaba, pero como dije, no tenía un pelo de tonto: el animal era viejo, enfermo y lo mejor que le podía pasar era morir de un balazo… Siguió con la vista al cazador hasta que desapareció, y segundos después escuchó el estampido y el impacto: le había dado… Cachazudo, adrede, se acercó al héroe que miraba azorado su hazaña, gritando desesperado:»… es una vaca…» A lo que le contestó socarronamente: «no señor, si se fija bien verá que mea por abajo… «
Como el teutón se quería cortar las venas, le disparó a quemarropa su venganza:
“… Y amigo, como Ud. no pregunta…”
El buey – para quienes lo ignoran – es un macho vacuno que se castra joven para lograr docilidad que permita unirlo en pareja con otro al catango, un carromato secular con ruedas de madera que se utiliza para transportar rollizos desde los altos faldeos de la montaña. Pero resulta que la yunta, para ser efectiva, debe adiestrarse durante mucho tiempo, desde terneros, para una labor que requiere precisión suiza para ejecutar tareas sincronizadas: desde emparejarse para atarlas al carro hasta responder a las indicaciones del boyero con un simple movimiento de la caña apoyada sobre el yugo. Por ese motivo, el duplo tiene un valor descomunal, e individualmente cero.
De esa forma, Julio se deshizo involuntaria y piadosamente de su viejo animal y encontró el negocio de su vida: el caprichoso debió afrontar el pago del finado y su pareja, nada menos que un par de miles de dólares. Un trofeo excepcional que no olvidaría jamás.