Setiembre de 2019. Luna llena. Cita repetida en centenares de ocasiones, que nos reuniría nuevamente a los socios de la última brama del ciervo colorado: Aldo Guido y Gustavo, mi hijo. En aquella oportunidad, todos disfrutamos las mieles del éxito, y en ésta, lo intentaríamos de la mano de Pedro, el Turco Julián, que nos recibió como amigos dilectos que somos, en su acogedor estancia puntana. Objetivo: el fiero jabalí, que por sus pagos aún mantiene la pureza genética europea.
Aunque resulte inusual, comenzaré narrando entretelones de los abates de Gustavo, ya veterano deportista con muchos en su haber. Sabemos que estos resultados ocurren, no pocas veces, de la mano del azar, pero en aquella ocasión resultó una amalgama de baquiano y venador. Éste porque mantuvo serenidad y reflejos para afrontar un lance insólito: casi en simultáneo, derribó dos grandes verracos, uno en movimiento. Y el rastreador, mostrando en toda su magnitud la ciencia campera que lo hizo famoso, cuando regresábamos de una recorrida en busca de pisadas en los charcos, tajamares o surgentes que suelen frecuentar los suidos. Fue después de traquetear muchas leguas sin resultados, ya de noche y cabeceando apretujados en el asiento. Pedro, que piloteaba con los ojos fijos en la huella, obstinado en descifrar los mensajes del camino polvoriento, dio un frenazo que nos despabiló. Sin mediar palabra, retrocedió unos metros, se apeó, y a la luz mortecina de los faros opacados por la niebla, se inclinó sobre el suelo con una sonrisa socarrona… Señalaba las inconfundibles señas digitales de un guarro que, aseguró, había cruzado apenas unas horas antes. Aunque había comprobado en decenas de oportunidades sus dotes innatas, nunca terminaba de asombrarme. La impresionante huella, se correspondía con la de un añoso, con las pezuñas redondeadas – una deformada – por la tosca, piedra y arena, enterradas profundamente; los pies, arqueados por el peso, acentuaban los agudos pichicos superiores, y los trancos eran largos como los de un ternero. Había hallado la aguja en el pajar, pero lejos de conformarse, redobló la apuesta. Tomó la linterna, e invitó al que deseara acompañarlo a seguirlo hasta descubrir su encame o abrevadero. Casi a las dos de la madrugada, no era un buen programa, a mi edad, caminar a oscuras en campo abierto. Gus y Aldo, deseosos de acumular experiencia, se prendieron. Minutos después se esfumaron en las tinieblas, siguiendo el oscilante haz luminoso. Demoré nada en tenderme y dormir, como si tuviera la conciencia tranquila…
Me despertaron las voces. Eran los muchachos, agobiados luego de tantas leguas entre olivillos y piquillines, cruzando fachinales y alambradas, entre cuevas de peludos y chañares agresivos. “…Ah, pensé, juventud, divino tesoro…
“… Carlitos Flavio, – como me llama cariñosamente el puntano – este chancho va derecho a la osamenta de un ternero, muerto por el puma hace pocas noches, muy cerca de un charco casi seco, donde se revolcó en el barro…” sentenció ya sentado al volante. Había consumado otra hazaña campera…
Pero antes, es justicia mencionarlo, mi compañero de caza desde siempre, merece unos párrafos de reconocimiento por su dedicación y esfuerzo para cimentar – por si hiciera falta – la cría, difusión y entrenamiento del Dogo Argentino, único canino criollo. Su amor por nuestro perro, nació allá en su lejana adolescencia, cuando conoció, por azar, al común amigo Horacio Rivero Nores, familia del creador de la raza, Dr. Antonio Nores Martínez, y su hermano Agustín, que, a su muerte, continuó la tarea. Horacio, generosamente, le obsequió los primeros ejemplares que, con los años, derivaron en una de las estaciones de cría más prestigiosas del mundo: Los Renovales, ubicada en Buena Esperanza, provincia de San Luis. Desde allí, cientos de canes criados respetando a rajatabla el estándar, emigraron a los cuatro vientos, dispersando sus simientes en nuestro país y en el exterior. Fundó clubes y Asociaciones dogueras; llevó su palabra experimentada donde lo convocaran, dentro y fuera de nuestras fronteras, y difundió la idea primigenia de sus creadores, que sostenían la necesidad ineludible de ejercitar, sin pausa, gimnasia funcional que garantice, no solo la herencia de sus características morfológicas, sino genéticas. Gracias a él y otros muchos, los ángeles blancos, como los bauticé hace medio siglo, hoy son reconocidos y populares en muchos países del orbe.
Volviendo a nuestras andanzas, entonados por el acierto comenzaron los preparativos para la larga jornada que nos esperaba. Descontando que el singular semental merodeaba los restos, decidimos construir un escondite en las cercanías. No sería nada fácil, porque la víctima yacía en pleno desierto, entre arbustos xerófilos rastreros, sin árboles donde armarlo en lo alto. No quedaba otra alternativa que el piso, con las desventajas del caso: altas probabilidad de venteo.
Pero lo último que perdemos los cazadores es flema y fantasía. Con herramientas, alambre, listones, pala, machete y un tanque con 200 litros de agua, para revivir el oasis moribundo, de la mano de nuestro anfitrión, encaramos el interminable crucero a campo traviesa, esquivando espinas, que nos llevó hasta el cementerio en medio del páramo. Una bandada de aves carroñeras, oscura como nube de tormenta, levantó vuelo desde la carcasa descarnada del pobre bicho, ultimado por el felino.
En primer lugar, volcamos el agua sobre el espeso limo pisoteado, y más tarde, siguiendo las indicaciones del que conocía los vientos predominantes, seleccionamos una mata amplia, a no más de 60 metros. Ciertamente, el aire en la cara no ofrece garantías: en cualquier momento puede rotar, o la caza llegar por retaguardia. Por eso el ideal es en altura, a más de 2,50 metros.
Desbrozamos el interior de la mancha arbustiva, tratando de no alterar el aspecto exterior, dejando espacio donde cupieran dos cómodas sillas y los útiles. Destaco lo referido al confort, que no es caprichoso: en ese par de metros cuadrados, él o los cazadores, deben permanecer doce horas en verano, y aún más en invierno, durante tres o cuatro noches consecutivas. Tanto tiempo de inmovilidad, produce dolores musculares que, sumados a la lucha contra el reloj biológico del sueño, forman un cocktail que mina la resistencia e induce al abandono temprano: ¡cuántas veces claudicamos, y al regresar, como una burla, vemos las pisadas del marrano que acudió mientras dormimos! Por estos detalles, la caza en modo acecho no es para todos, sin que esto sea peyorativo. Simplemente requiere perseverancia, resistencia al sueño, frío e inacción por largo tiempo. Rematamos la obra, con un madero entrelazado en las ramas como apoyo, despejando cuanto obstruyera la línea de tiro. Observamos desde lejos y, con la probación general, nos volvimos. Apenas Pedro giró en redondo, enfrentando la inmensidad, lo detuve: si no dejábamos alguna señal, sería imposible hallar – solos – ese punto invisible. Bajé y clavé la pala en la tierra, con un trapo flameando en el mango: con eso y las huellas de la chata, lo encontraríamos. Hubo cargadas del sabedor: “…estos puebleros…”
Sin necesidad del madrugón que exige el rececho del ciervo, nos levantamos tarde para la mateada, oportuna para decidir quienes ocuparían, en el debut, el nuevo mangrullo. Pedro dirigió el sorteo, que agració a padre e hijo, mientras Aldo debió conformarse con otro similar, en el monte y al pie de un árbol.
La jornada se presentó desusadamente calurosa, teniendo en cuenta que apenas asomaba la primavera: no sería extraño que el verraco, sediento, acudiera al atardecer, atraído por el agua fresca y la fetidez, que puede olfatear a más de 200 metros. Con el día ocioso, Aldo se apropió de la cocina, nosotros a limpiar fierros y ópticas, Pedro a terminar tareas pendientes. Almuerzo, larga siesta, y con el sol alto, cargamos unos pellones de oveja y partimos rumbo al oeste, sobre la rastrillada, y cuando la perdíamos esquivando espinales, tratando de ver la puta pala… No obstante, vueltas más vueltas menos, llegamos. 600 metros antes, ocultamos el vehículo lo mejor posible, y burreamos los bultos. Con el sol agonizando en el poniente, ubicamos las sillas sobre el piso arenoso cuidando que no crujieran, las mochilas, y el rifle de Gus apuntando al blanco.
Silenciados los pájaros, sonidos guturales de ignotos habitantes nocturnos anunciaron el comienzo de la eterna lucha por la vida. Apenas mordisqueada, nació Selene con tinte amarillento, que a poco se convirtió en plata fulgurante. El entorno se iluminó a giorno, permitiendo visión a más de 80 metros.
No habíamos acomodado el culo, cuando restalló el ruido metálico de ramas quebradas. ¿Vacas, guanacos, chanchos? Pasados diez minutos de silencio, que nos relajaron, nos sorprendió la presencia de dos jabalinas seguidas por sus crías, tan silentes que no las oímos. Arremetieron contra el hueserío desprendiendo hilachas de carne putrefacta, mientras los cachorros, aun rayones, retozaban disputando restos entre los dientes. Gustavo acercó el ojo a su Leupold y yo al Zeiss: estábamos en primera fila, frente a un espectáculo natural incomparable, solo para discípulos de San Uberto. Concluido el mísero banquete se aproximaron al lodazal, restregaron su pelambre en el barro, y desaparecieron tan súbitamente como llegaron. Renovamos la vigilancia, la temperatura descendió, como siempre en el desierto, nos turnarnos para breves cabeceos, pero la presencia tempranera de la piara, que insinuó buen augurio, fracasó rotundamente: entumecidos por tantas horas pasivas, recibimos al sonrosado naciente casi con placer. No hubo suerte….
Ya en el patio de la estancia, donde todo era quietud, al apagar el motor llegó el ronroneo de otro, lejano, acompañado de luces vacilando sobre las copas de los árboles. Apenas tocó tierra, Aldo, en lugar de lamentarse por su noche infructuosa, se mostró entusiasmado, y no era para menos. Poco antes de medianoche, otra manada de jabalinas paridas olfateó el maíz esparcido, y allí estuvieron casi una hora hozando, masticando largamente los granos y revolcándose en un festival salvaje.
Junto a la lumbre del amplio comedor, recobramos la compostura, y con poco apetito nos refugiamos entre las cobijas hasta el almuerzo. Edith, la encantadora dueña de casa, se lució con un guisote espectacular, llegó la inevitable siesta, mateada, y nuevamente a la milenaria tarea…
La poza conservaba agua y los huesos dispersos, pero, gracias a Dios, las vacas no se habían ensañado con el albergue: vía libre para otro apasionante intento. Las agujas del reloj giraron perezosamente, la luna más preñada y la temperatura todavía agradable, nos hacía sentir en el paraíso de los cazadores. Comenzó el show de maras, con su extraño andar, copetonas escarbando la tierra húmeda, zorros recelosos y peludos remolones… Se estiraron las sombras, las matas modificaban su aspecto según el astro subía, hasta que cayó en el abismo, vencido por el nuevo sol. Toda la acción se redujo al insistente ladrido de varios zorros que, durante largo rato, nos mantuvo en vilo suponiendo que anunciaban invitados… La velada concluyó sin pena ni gloria: el puto chancho, era más esquivo que lo previsto.
Bostezando, al entrar a la habitación vimos luz en la de Aldo, regresado recientemente. Estaba eufórico. Cuando comenzaba el nuevo día, vislumbró la silueta inconfundible de un puma, encubierto en la costa del bosque. Trató desesperadamente de ponerlo en la mira, pero se esfumó como un espíritu. Inmóvil más de media hora, escuchó gruñidos parecidos al gato a metros de su espalda, desde donde, con el viento a favor, lo venteó. El fracaso no hizo más que incentivarlo, a pesar que Pedro meneaba la cabeza…
Llegó la tercera. ¿Sería la vencida?
Como en el Martín Fierro, “… después a los cuatro vientos los cuatro se dirigieron…”, cada cual rumbeó hacia su destino. El tiempo se deslizó entre sombras furtivas, chistidos de lechuzas, y cantos de aves nocheras. Miraba de soslayo a Gustavo, escudriñando los alrededores como hipnotizado. Durante un instante, como flash colorido, pasó por mi mente el niño empuñando su Safari calibre .28, – de su altura – mostrando su primer trofeo: una hermosa copetona…
Me alejó de tan gratos recuerdos un suave codazo. Algo se oía en la maleza. Paramos la oreja, el murmullo se hizo cada vez más inaudible, hasta que se dispersó. Pensé que era demasiado temprano para que un veterano de cien batallas, desafiara un espacio luminoso y despejado, pero una rama que se quebró con un estallido, repitió que algo merodeaba…
Lo que sucedió luego, fue para alquilar balcones… Como un duende del desierto, la inconfundible testa ahusada del moro, se mostró a diez metros de la orilla. Gus se apiló en cámara lenta sobre la carrillera del Mauser, y un siglo después, seducida por el espejo brillante, avanzó unos pasos y apoyó las patas delanteras en el borde. Sin decidirse, husmeaba el aire en la peor posición: de frente, ocultando el pecho con el grueso cogote. Interiormente rogué que no apurara el desenlace hasta que girara. Como si me hubiera escuchado, la bestia ladeó la cabeza y el cazador no dio ventaja: fogonazo, impacto y un chillido agudo que acompañó el escape hacia la negrura. Malas noticias: los machos no gritan cuando huyen, aún mal heridos. ¿Era una hembra? Pero no hubo tiempo para seguir pensando, pues todo se precipitó como una avalancha, porque junto al sonido del cerrojo recargando – gracias a Dios que lo hizo a tiempo – desde el telón oscuro surgió otro verraco, aún más gigante, trotando largo en dirección a su compañero que continuaba gritando. Los reflejos no fallaron. El caño siguió la silueta con firmeza, y cuando aún no se habían apagado los ecos recientes, el trueno llenó nuevamente el espacio. Dio una voltereta en el aire, y cayó entre breves estertores. Estábamos anonadados ante la sucesión de acontecimientos inauditos. Gustavo se incorporó, apuntando al bulto, los chillidos continuaban, y si bien pensé que era urgente abreviar la agonía, preferí que el tirador decidiera. Completó la carga – le quedaba un solo cartucho en el cargador, tomé el .300 y salimos con sendas linternas, y cubriéndonos mutuamente iniciamos el acercamiento. Sabía que era una imprudencia, que las armas largas son casi inservibles en caso de una atropellada, pero había que responsabilizarse ante el impacto defectuoso. Guiados por los alaridos que decrecían, comenzamos un amplio rodeo abanicando la luz, hasta descubrirlo montado sobre un pequeño achaparrado, tratando de incorporarse al presentirnos. Gus se dispuso al remate, pero no fue necesario: enmudeció y quedó tieso. Avanzamos extremando cautela, pero luego de tocar suavemente un ojo con el caño nos distendimos: estaba bien muerto… Inundados aún por la adrenalina, mi hijo recogió los labios para observar los dientes, y yo las pezuñas: no coincidían con las que tanto buscábamos. Un logro envidiable, pero no el grandote… Resignados, apostamos todas las fichas al otro. Casi corrimos hasta el charco, y al alumbrar con el foco respiramos aliviados: sin dudas el redomado, tan grande como un carnero adulto, con la jeta aguzada como una lanza, y las crines largas y erectas, soberbio aún en la muerte. Los colmillos rebasaban largamente las amoladeras, y cuando Gus remangó los belfos, nos deslumbramos ante navajas de más de 10 centímetros. Las amoladoras, en tanto, se veían ebúrneas y afiladas por el roce de sus vecinas, curvadas como mostachos de caballeros siglo XVlll… La punta blanda había entrado por la articulación del codillo, casi de frente. Letal.
Nos sentamos, dejando que pasara la tormenta sicológica, recuperando el aliento, bajando presión, pensando en retrospectiva. La rastreada de Pedro, tantas horas de dura marcha en pos de sus huellas, noches de vigilia y atavismo en estado puro. También, cómo negarlo, reconocimos que el azar tocó a la puerta: luego del primer acierto, si celebrábamos a cuenta con algarabía, el veterano aun andaría vagando por la estepa. Tal vez lo merecía…
Ya en las casas despertamos a Pedro, que estalló en gritos de alegría. Y no era para menos, porque celebraba a dos puntas: el logro del pupilo, y su aporte para abatirlo. Ya no sentíamos cansancio, bebimos café caliente, y como era relativamente temprano, resolvimos salir en busca de las reses, antes que los carroñeros las maltrataran. En camino, todos aportábamos nuestra opinión sobre la extraña conducta del padrillo chillador, concluyendo que se trataba del escudero, un verraco más joven que, en ocasiones, acompaña al líder. Por otra parte, la historia se repite y parece hereditaria. Más de 40 años atrás, bajo la misma luna, cacé dos padrillos en una noche, aunque sin tanto mérito: uno temprano y el otro a la madrugada. Evisceramos, palillos entre el paladar y la lengua mantuvieron, antes del rigor mortis, las mandíbulas abiertas, y cargamos las moles, una pesaría 130 kilos, calculamos. Aparcamos debajo del paraíso que sombrea el patio, con dos lazos los izamos los cuerpos lejos de los perros, y nos entregamos al merecido festejo: salamines y jamón de jabalí, asado frío de mulita, queso casero y buen tinto. Justamente lo aconsejable para tendernos en la cama y esperar el sueño, remolón ante tantos sucesos inusitados.
Aldo llegó con las primeras luces, y nos vimos recién al mediodía, sin sorpresa, pues había visto el resultado bamboleando a la sombra. No cabía en sí de contento, admirado ante la desusada destreza de su amigo, y el increíble golpe de suerte, sobre todo pensando en la suya, tan ladina y esquiva como el jabalí que pasó a mejor vida. Esa pícara y veleidosa fortuna…
Hubo fotos para llenar un álbum, cuereada, carne seleccionada, hervida de quijadas y tiempo para discutir sobre el puma que no fue. Como era de esperar, Pedro propuso – y aceptamos – echar una ojeada por los alrededores del vichadero. Aldo demoró nada en señalar donde vio al felino, un rincón umbrío donde se percibían las plantas acolchadas, rematadas en dedos que esconden terribles garras retráctiles. También las vueltas sobre sí mismo, enojado seguramente, por algo ignoto que no le permitía acercarse al remanso. El Turco, con las manos cruzadas en la espalda, inició un amplio círculo que lo llevó detrás del árbol que sombreaba el escondite, donde la fiera, con el viento franco, no tardó en ventearlo. Pasaría mucho tiempo hasta que se animara a volver a un lugar intimidante.
Nadie quería abandonar ese rincón puntano, donde los dogos tienen su santuario. Pero, con pesar, llegó la despedida entre promesas de pronto regreso. Y así fue, pocas lunas después, estábamos nuevamente en la estancia, con más ganas que nunca…
