Necesitamos casi una semana completa para cazar los dos cocodrilos que tenía en cuota. El trabajo fue duro, pero también reconfortante, novedoso y muy emocionante. Un día, entre la caza del primer cocodrilo y el segundo, volvíamos al campamento después de haber repasado parte de los cebos que habíamos colocado para tratar de cazar el segundo de los reptiles y nos detuvimos para descansar y tomar un tentempié. Amarramos el bote a las cañas de la orilla y abrimos la nevera para devorar los bocadillos y refrescarnos con una buena cerveza. Mientras comentábamos los aconteceres de la mañana, escuchamos el sonido inconfundible de uno, dos… al menos tres “hipos” distintos, muy cerca de donde estábamos parados.
Antes de continuar con el relato de la cacería, he de escribir sobre una circunstancia inusual que atañe al comportamiento de toda la población de hipopótamos que vive en el río Shire, aguas debajo de Chikwawa, en la región de Mlolo.
Antes de la guerra civil que asoló la vecina Mozambique por más de veinte años, la población estimada de hipopótamos en la zona sur del Distrito de Chikwawa, se acercaba mucho a los 8.000 ejemplares. Durante el conflicto y, sobre todo en los años finales de éste y los que siguieron a la firma del armisticio, la masacre llevada a cabo sobre estos animales ha sido tan tremenda como desconocida.
La hambruna, el contrabando de marfil y el hecho de que por 100 dólares USA se podía comprar un Kalashnikov en el mercado negro, puso a la población de hipopótamos en el punto de mira de miles de desheredados, facinerosos, o simples traficantes sin escrúpulos.
Años de matanzas indiscriminadas, se mataba todo lo que se movía, en las que cayeron miles de hembras, jóvenes e inmaduros; provocó una alteración en el comportamiento habitual que observa cualquier población de hipopótamos en cualquier otro lugar de África.
Es sabido que éstos animales gustan de pasar el día sumergidos, saliendo del agua durante la noche, sólo si lo necesitan para pastar en los alrededores. En los pantanos de Elephant Marsh, esto no ocurre así.
Desde que llegamos, pudimos escuchar a diario el, llamémosle relincho –por aquello del “caballo de agua”- peculiar de éstos animales. Con mucha asiduidad, en muchos de los lugares por los que pasábamos, varios ejemplares delataban su presencia de modo inequívoco. Por las noches, teníamos localizados con claridad, al menos a cuatro hipopótamos distintos que vivían muy próximos al campamento. De hecho, al levantarnos una de las mañanas, comprobamos por claros e inconfundibles indicios, como un ejemplar de gran tamaño había estado ramoneando los cañaverales a escasos diez metros de nuestra tienda.
Aquí, es casi imposible ver un hipopótamo de día. En las horas de luz, permanecen inmersos en la jungla impenetrable de cañas y papiros que, por cientos de kilómetros, se extiende hasta la frontera sureste entre Malawi y Mozambique. Lejos del hombre, de su vista, del peligro que la experiencia de los más viejos, les dice que suponemos. Allí, protegidos por miles de hectáreas de terrenos cenagosos, impracticables para los humanos, tratan de preservar su seguridad y su futuro. Con sus enormes cuerpos, abren estrechos canales que comunican pequeños estanques aislados en los que se solazan tranquilos. En las zonas en las que cañaverales y papiros sobrepasan una cierta altura, los canales que abren son en realidad, túneles cubiertos por una densa capa de materia vegetal. Sólo cuando la oscuridad cubre los humedales, los hipopótamos abandonan la seguridad de la espesura acuática y salen a las orillas del río, sus canales y afluentes, para pastar tranquilos. Los únicos que a esas horas pululan por allí, son los cocodrilos y, esos, no son enemigo para ellos.
La actual densidad de hipopótamos es casi imposible de calcular, para hacerlo sería necesario contar con los medios adecuados: avionetas, helicópteros, personal suficiente, etc.…. De otro modo, debido a la peculiar alteración en su comportamiento que hemos descrito, resulta una tarea irrealizable. Se estima que, tras años de absoluta protección, el número de ejemplares puede estar próximo a los 1.000. Sólo se pueden cazar seis al año pero, les garantizo, que no se cazan ni la mitad: demasiado difícil.
Les había dejado en la barca, mientras tomábamos un aperitivo, ¿recuerdan? Cuando terminamos, Derek McPherson, me señaló un pequeño hueco en la espesura de la orilla, muy próximo a la barca. Me dijo:
-Mira, quiero que sepas que es muy peligroso, pero si quieres, podemos meternos por ahí y buscar un hipo. Está claro que están muy cerca, los estamos oyendo, sólo se trata de ir con cuidado, pero, repito, es muy peligroso.
Así de sopetón, no me quedé con la copla: había que “meterse” por “allí” y “buscar” un hipopótamo, era “peligroso”. Pensé en lo que me había dicho y traté de hacerme una composición de lugar, tratando de “comprender” con cierta exactitud, que era lo que me estaba queriendo decir.
-Derek, yo he venido a cazar, se que los “hipos” son peligrosos, pero no sé, exactamente a que te refieres cuando me dices que “meternos por ahí es peligroso”, ¿qué es lo que vamos a hacer?, le pregunté
-Bien, se trata de entrar por los túneles que ellos han abierto, son estrechos y fangosos, pero creo que tenemos buenas posibilidades, ellos están ahí, ya los escuchas. Yo iría primero, tú detrás y Tim el último. Puede ser bastante duro, te advierto. Tú decides.
Claro, la cara se me quedó de gilipollas integral: túneles estrechos, fango, “hipos”, dureza, peligro… ¡joder!, sí que me lo pones fácil
Fue una absoluta inconsciencia, lo sé. Estás allí, intentas sopesar riesgo y seguridad, tratas de calibrar lo que desconoces… Las ganas te empujan, las advertencias, nada escandalosas, te frenan… Al fin, me sorprendí a mí mismo, blasfemando mientras bajaba del bote, me cruzaba el rifle a la espalada y le decía a Susi, que me miraba con la cara desencajada: “no te preocupes, todo irá bien, tranquila”. ¿Qué querían que dijese?… ¡pues eso!, ¡lo de siempre!
Aquello fue una locura absoluta. Ahora que lo pienso, fue una insensatez radical. A los pocos metros de entrar en aquellos túneles angostos, húmedos y oscuros, la bóveda de cañas y papiros que nos cubría, se acercó tanto al suelo que tuvimos que avanzar de rodillas, el fango se pegaba a las sandalias y nos enterraba hasta las ingles. Perdí el calzado y los calcetines, seguí avanzando descalzo. Sólo veía la espalda de Derek y se me ocurrió pensar en que es lo que pasaría si, más por desgracia que por suerte –pensé en ese momento- nos encontrábamos con un “hipo”.
Lo paré y le pregunté:
-Derek, ¿qué hacemos si damos con uno?
-Yo me aparto y tú le disparas, me dijo. Y se quedó tan ancho.
En ese momento le pedí a la Virgen del Rocío, a la de La Soledad y a La Amargura –las tres me cuidan- que no nos encontrásemos con ningún animal, ¡de veras! Suponiendo, pensé, que pudiese realizar un disparo, medio en condiciones, en aquellas circunstancias –sin estabilidad, hundido en barro hasta las trancas, en un túnel oscuro y estrecho, sin margen para reaccionar, con un animal cabreado, enorme y rápido frente a mí, ¡y en carga!… ¡¡¡Madre de Dios!!!-, la posibilidad de que dejase “seco” al “hipo” eran más bien escasas y si esto ocurría, si no lo “paraba”, las posibilidades que teníamos de salir de allí con vida eran… cero.
El laberinto de túneles era inabarcable. Lo mismo avanzábamos de rodillas, que lo teníamos que hacer cuerpo a tierra, vuelto hacia arriba, arrastrando la espalda sobre el fango para preservar el rifle del agua. A veces sentíamos algún “hipo” correr por algún túnel próximo al nuestro, puede que nos separase, si acaso, una pared de papiros, pero no pudimos ver ninguno en aquel infierno húmedo y hostil.
Avanzando por los túneles, llegamos a una “cama” muy reciente. El o la dueña, hacía muy poco, puede que minutos, que la habían dejado, puede que lo hiciese al sentir nuestra proximidad. Yo, agradecía la sensatez de aquel hipopótamo, ¡vive Dios que sí!
Como era de esperar, después de más de dos horas de agotador deambular, no sabíamos dónde estábamos. Nos habíamos arrastrado por medio pantano, tapados por la vegetación y perdimos el sentido de nuestra ubicación. Llegamos a un estanque aislado en medio de aquella inmensidad de cañas y papiros, tampoco había nada, lo único que pillé allí fueron varias sanguijuelas, negras como el carbón y gordas como espárragos trigueros, que se dieron el gran banquete a mi costa. Una de ellas me costaría una infección que me duró meses, no porque transmitan nada malo, si no porque al arrancarla se le quedó parte de la boca dentro de mi piel… ¡gajes del oficio!
Buscamos la salida hacia alguno de los canales que nos permitiese saber por dónde andábamos, pero eso tampoco resultó nada fácil. No sabíamos bien hacia donde caminar, y cada paso suponía un mundo pues andábamos sobre fango y cañas que apenas soportaban nuestro peso.
Los patos nos dieron la solución. Derek y Tim sabían hacia donde solían dirigirse los grandes bandos de patos a esa hora de la mañana y, de ese modo, al ver hacia donde se dirigían, llegamos a un canal que nos llevó hasta el río y de aquí, bien pegados a la orilla, hasta el bote.
-Ya te dije que todo iría bien, mentí, con descaro a Susi, evitando comenzar a blasfemar en arameo a todo lo que me dicen mis pulmones.
Aquel no era el momento para entrar en detalles. Un beso y una cerveza me acompañaron hasta el campamento. Allí me desprendí de las 300 toneladas, o más, de barro que llevaba pegadas al cuerpo, en lo que fue una de las duchas más placenteras de toda mi vida, ¡sin duda!
En la mañana del día siguiente, para relajarnos un poco, nos fuimos a tirar patos “de cara blanca”. Desde el mismo día en el que llegamos, bandos de cientos de ellos se movían a todo lo largo y ancho de los pantanos. Me coloqué, con el agua hasta las rodillas, protegido por unos juncos y esperé a que las anátidas fuesen entrando. Por la mañana cayeron 27 y por la tarde 31. Gran gozada, a pesar de que muchos de los que caían entre las cañas, allí se quedaban, por mucho que lo intentamos, era imposible cobrarlos.

No pudimos ver un solo hipopótamo durante los seis días en los que estuvimos cazando los cocodrilos. A pesar de hablar con varios pescadores que nos contaban que si habían visto uno en tal o cual sitio, todo fue inútil. Sabíamos que estaban allí, los escuchábamos a diario, pero eran inalcanzables y, ni al propio Derek le quedaron ganas de volver a meterse en aquellos túneles del Diablo, yo, por supuesto, no lo hubiese repetido.
Hablamos entonces de la posibilidad de ir río arriba, hasta Chikwawa. Subiendo el curso del Shire por encima del gran puente que lo cruza a la altura de la población, hay plantaciones cercanas a la orilla, muy apetitosas para los hipos y, en esta zona su comportamiento es el habitual. No está permitido cazar en esa parte del río, pero Derek tenía dos permisos por los daños que causaban los “hipos” en los cultivos. Lo íbamos a intentar.
Muy de mañana, aún a oscuras, preparamos víveres y bártulos y nos embarcamos en nuestro bote. Llegamos, casi tres horas más tarde de la salida –íbamos contracorriente-, al mismo embarcadero desde el que habíamos partido el día que llegamos. Dese allí, un coche nos apoyaría por tierra hasta Chikwawa, si dábamos caza al “hipo”, necesitaríamos ayuda para cargar los miles de kilos de carne del animal.
Al norte de Chikwawa, el perfil del río Shire cambia por completo. Allí no hay pantanos, ni sus habitantes habituales. Grandes paredes de tierra roja arcillosa, en las que anidan los abejarucos y desde la que vigila el águila pescadora africana, flanquean las aguas del cauce nada más partir del gran puente, río arriba. Conforme subimos, el cauce se ensancha, abundando los grandes bancos de arena en medio de la corriente y van apareciendo los cultivos a ambas márgenes.
Nos acercamos a unos paisanos que cazaban con perros, arcos y flechas, unos grandes roedores que hacen sus madrigueras cerca del río, aquí los conocen por el nombre de “cheesi”. Les preguntamos por los “hipos”, nos dijeron que unos 4 kilómetros río arriba, solían ver a uno casi todos los días. Éstas informaciones, habitualmente no son muy de fiar, pero no teníamos otra cosa y su insistencia por el daño, se quejaban, que les ocasionaba en la pesca, nos animaron a ir en busca del animal.
Navegábamos pegados a la orilla, despacio y oteando la corriente por delante de nosotros, sobre todo al salir de cada uno de los meandros que dibujaba el río: teníamos que ver nosotros antes al hipopótamo que él a nosotros, si no, lo perderíamos. En estas zonas, estos paquidermos son muy esquivos debido al continuo hostigamiento que sufren por parte de los pescadores y agricultores del lugar.
Paramos el bote antes de terminar de doblar el último recodo, protegidos, aún, por la vegetación de la orilla. Muy lejos, a más de un kilómetro, sobre un banco situado en medio del río, algo destacaba sobre las aguas: comprobamos que se trataba de un gran hipopótamo. Pocos metros a su izquierda, descansaba un cocodrilo de buen tamaño.
No podíamos acercarnos por el agua, el “hipo” nos vería y desaparecería. Decidimos, entonces, echar pie a tierra y acercarnos, hasta la altura en la que estaba el animal, caminando por la orilla izquierda del cauce. Protegidos por la abundante vegetación el “hipo” no repararía en nosotros. Así lo hicimos.
Conforme avanzábamos, se nos iban uniendo chavales y curiosos. Tuvimos que detenernos y convencerles para que se quedasen, la algarabía hacía imposible que nos pudiésemos acercar pasando desapercibidos.
Cuando logramos situarnos a la altura del hipopótamo, me di cuenta que la distancia que, desde la orilla, me separaba de él, era excesiva para un tiro de precisión como el que un “hipo” exige, el cauce era muy ancho. Pero no había alternativa: o intentaba el disparo desde allí, hablamos de 163 metros, o lo dejábamos y buscábamos otro. Decidí arriesgarme, ¡claro!
Me tomé mí tiempo y, cuando finalmente apreté el gatillo, el paquidermo, al recibir el impacto, se abalanzó hacia delante, con furia, y despareció bajo las aguas. Supe, entonces, que el tiro había quedado trasero. La corriente no era muy fuerte y, con la ayuda de varios botes de pescadores que faenaban por allí, nos pusimos todos a tantear el fondo del río con palos para tratar de encontrar a nuestro amigo.
Había sangre abundante, pero no dábamos con él. Sabía que si el disparo no le había causado la muerte instantánea, o casi, sería imposible encontrarlo.
Pasaron más de dos horas, lo dábamos prácticamente por perdido, cuando alguien, desde uno de los pequeños botes de madera, dio un grito, a continuación, todos empezaron a gritar y a saltar en los botes: ¡lo habían encontrado!
Metiéndonos en el agua, con cuerdas y muchas ganas, entre catorce logramos arrástralo desde el fondo hasta el banco en el que horas antes le había disparado. Era un bonito ejemplar y su caza le hizo honor.
Desollamos el hipopótamo en el mismo banco de arena y, desde allí, dejando antes la parte correspondiente para todos los que nos habían ayudado, lo fuimos llevando río abajo en cuatro viajes, hasta el embarcadero del puente, donde procedimos al reparto de otra parte entre la población local y cargamos en el coche el resto para llevarlo hasta el otro embarcadero, río abajo y al campamento, donde se terminaría de repartir la carne.
Llegamos agotados, pero satisfechos. Unos magníficos muslos de pato, muy bien guisados, nos ayudaron a mejor dormir, si cabe.
Al día siguiente, el último en los pantanos, me dediqué a la “ingrata” labor de echar patos a bajo, y me fue bastante bien: cayeron 36 y luego 24.
Con todos los bártulos en el bote, remontamos la corriente hasta llegar al embarcadero de Chikwawa. De aquí a Blantyre, donde conocimos su hermosa catedral e hicimos algunas compras y después a Zomba, antigua capital colonial situada en el altiplano del sur de Malawi. Allí pasamos un día y, al siguiente, a España.