Un paisano pobre

Por Carlos Rebella

La caza mayor, contario sensu de otros deportes, se practica en escenarios cambiantes, sujeta a normas que exceden los simples reglamentos. Desde su creación, el tenis se juega con raqueta, el futbol con pelota, los ajedrecistas con trebejos, y así podríamos citar decenas de actividades que apenas varían sus herramientas, con el agregado que no tienen limitaciones ni temporadas forzosas de ejercicio. Nosotros, los discípulos de San Uberto, seguimos un prolijo protocolo, por llamarlo de alguna manera… Más allá del trofeo, debemos sortear mil escollos burocráticos: investigar el hábitat de la presa; evaluar distancias hasta los cazaderos, – a veces prohibitivas -; lidiar con el frío, calor, lluvia o sequía, condiciones que alteran hábitos y modifican migraciones; obtener permiso, de favor o costeado; elegir arma, calibre, munición y equipo, no siempre el mismo; tramitar licencias, conseguir baquianos y esperar la época habilitada. Para el lector no iniciado, y para confirmar las restricciones, vayan un par de ejemplos: la batida de perdiz se extiende dos o tres meses, y la veda de nueve; el ciervo colorado solo en marzo, abril y mayo, y así todas las especies permitidas por la ley. Y para rematar tantas particularidades del trabajo forzoso de nuestros ancestros, que convertimos en deporte, es necesario recordar que la montaña, el llano o los esteros, deparan frecuentemente imprevistos y acechanzas, felices y de las otras, como veremos…

Aquella aventura a que refiere el epígrafe, transcurrió en tierras entrerrianas, rodeado de talas y espinillos, lagunas y esteros, arroyos y ríos que dan vida a uno de los nichos ecológicos más ricos y variados de fauna nativa – corzuelas, carpinchos, yacarés y ciervo de pantano; y exótica, jabalí, antílope de la India, búfalo de aguas y ciervo axis. Entre juncos y totoras, miríadas de aves anidan sobre encames elevados con ingenio natural; nutrias y lobitos roen tallos dulces y tiernos; enormes lampalaguas y curiyúes se deslizan silenciosas al acecho de su presa; arañas industriosas – milagrosamente – logran tejer sus redes entre tallos que distan más de un metro.

Hacía tiempo que no intentaba al ungulado más bello – a mi criterio – del planeta: el chital o axis originario de la India, introducido al país hace casi un siglo. Esbelto y de alzada regular, se caracteriza por su colorida librea rojiza, salpicada con manchas blancas asimétricas, panza, interior de las patas y bajo cuello del mimo color. A lo largo del lomo, desde la cruz hasta el anca, se estira una línea de cerdas oscuras que terminan de componer un dechado de colores y formas. Su cornamenta puede medir más de un metro de largo, y se bifurca en tres candiles por vara, aunque a veces aparecen algunos pequeños – dos o tres centímetros – donde la horqueta de la peleadora.

El coto, propiedad de mi gran amigo Ricardo Sáenz Valiente, director-fundador del diario provincial La Calle, donde colaboré con frecuencia, había incorporado una pequeña manada de chitales y antílopes negros, que se adaptaron hasta convertirse en una manada importante. Después de tantos años, creía conocer todos y cada uno de sus rincones, si bien siempre se descubre algo nuevo…   

El casco de la extensa estancia, distaba más de dos leguas del estero más extenso entre muchos, un humedal cubierto de plantas acuáticas, achiras, irupés, sauces y ceibos añosos. Sus entrañas protegen millones de aves, roedores pequeños como la nutria y gigantes como el carpincho, lagartos perezosos y yacarés asoleándose sobre los embalsados. Garzas y chajás, cigüeñas y flamencos, patos y gallaretas, dejan oír una sinfonía perpetua de graznidos, cantos y aleteos.  

Apenas llegué a la ancha banquina que lame la orilla, cubierta por una alfombra de hierba verde como un trigal maduro, desmonté a la sombra de un sauce de ramas enruladas, aflojé la cincha y aseguré el cabestro a una rama. Con la mochila en la espalda y el .300 al hombro, comencé a orillar la selva, donde abundaban bocas oscuras del comienzo – o el fin – de centenarios senderos abiertos desde el comienzo de los tiempos por garras y pezuñas. Descartando y eligiendo, descubrí la que buscaba: una trocha donde un ciervo había escrito su  firma: uñas separadas y hoyos profundos bajo el peso. Pasé suavemente los dedos sobre el perfil del rastro, que se desmoronó como arena: era un solitario que, recientemente, antes de amanecer, abandonó el bañado rumbo al dormidero.

 En el instante en que decidí seguirlas, un bramido llegó desde las profundidades como un desafío lejano. Caminando sobre las pisadas, crucé oscuros fachinales y despejes traicioneros, bajíos con el agua hasta los tobillos y revolcaderos de jabalíes, hasta que, un par de horas más tarde, deshidratado y hambriento, me tomé un descanso. Los gritos, cuasi caninos, se oían cada vez más lejanos, y hasta el viento, que hasta allí era más o menos favorable, viró hacia mi espalada.  

Luchando contra nubes de mosquitos y sudando como un puerco, comencé un amplio rodeo con intención de regresar al estero por otro camino, con la esperanza de hallar otros rastros o escuchar nuevos berreos. Poco después, para esquivar un malezal infranqueable, al cruzar un bosque de ceibos que elevaban sus ramas retorcidas al cielo, me pareció ver a través del follaje y la hojarasca, lo que parecía una tapera abandonada. Preguntándome como no la había visto antes, pues era un paraje que frecuentaba, me acerqué con precauciones y sigilosamente. A través del lente corroboré que era la parte trasera de una antigua casa que parecía abandonada, con paredes de adobe descascaradas. Pero el patio que la rodeaba, con piso de tierra, estaba prolijamente cuidado y barrido, y al observar más atentamente, descubrí una tenue columna de humo que subía desde el frente. De inmediato pensé en cazadores furtivos, que no faltan, o, lo peor, cuatreros, más peligrosos. Cargué los tres cartuchos y grité quien vive…

Luego de unos instantes de silencio, asomó un hombre alto, con larga melena y barba entrecanas que, al verme armado, alzó los brazos balbuceando palabras que no entendí. Le pedí que se acercara, cosa que hizo lentamente, y con cara de asustado se presentó con nombre y apellido y, como en las películas, pidió permiso para sacar su documento del bolsillo de la camisa. Lo mostró en alto, aludió al mayordomo y patrón por sus nombres y apellidos, asegurando que tenía permiso para ocupar la vivienda. Su aspecto parecía inofensivo, ropas raídas por el tiempo, sorprendentemente aseadas. Su rostro, con tez cetrina curtida por heladas y calores, inspiraba confianza. Hacía dos años que allí vivía, y me invitó a sentarme sobre un tocón de madera forrado con cuero de vaca. Convencido que era un agregado, como suelen llamar en el campo a los caminantes peregrinos, me aproximé, no sin un dejo de vergüenza por apuntarlo. Comenzó una tímida conversación que se prolongó ante su locuacidad, hija de la necesidad de hablar con gente. Vivía de la caza y pesca, y le habían permitido ocupar la vivienda a cambio de ejercer cierta vigilancia de los alrededores, avisar cuando encontraba algún vacuno herido o enfermo, alambrados caídos, bebederos inactivos o rastros desconocidos. Poco después se animó la charla, proponiendo prenderme a unos amargos, como llamó al mate. Acepté complacido, y se levantó:

“… con su venia señor, voy hasta la lagunita de aquí cerca, por agua…“

Después que se alejara, balde en mano, no resistí la tentación de echar un vistazo: el techo estaba emparchado, aquí y allá, con manojos de tortora atados con juncos; de una soga colgaba ropa lavada; las rajaduras de las paredes estaban reparadas con barro, y un par de cráneos cornudos de vacuno, invitaban a sentarse…

De regreso, lavó prolijamente el mate y la bombilla, muy lentamente llenó la calabaza y avivó el fuego a puro soplido. Con pachorra del que nunca esta apurado, ubicó una vara entre las dos horquetas que escoltaban al fogón como centinelas, y colgó sobre las llamas la pava, ennegrecida por mil humaredas. Tratando de olvidar la procedencia del agua, comenzó la ronda.  

Entre sorbos y silencios, poco a poco comenzó a soltarse evocando girones de su vida.

“…fui pueblero don, y ahora apenas un paisano pobre. Supe tener mujer, hijos y algunas monedas, pero por esas cosas de la vida – una traición que no pude soportar – un día junté mis pilchas y me largué a la huella… Al principio como bagual alzado, hasta que hallé cobijo en este rancho, donde pasé casi seis meses sin que nadie lo notara. Cazo peludos a palos, vizcachas, nutrias, perdices con lazo, y pesco con chuza en el estero grande. Pero un día me sorprendió el mayordomo, me entregué manso, y cuando ya me imaginaba otra vez a salto de mata, Dios me echó una mano. El hombre se apiadó, le caí bien y me dejó atracado como vigilante. Encima, cada tanto me acerca galleta, harina, yerba, azúcar y otros vicios, por no decirle alguna pilcha para ir tirando. Si le soy sincero, no necesito más para pasar mis días, hasta que me sorprenda la muerte…”.

El diálogo se extendió más de la cuenta. Al volverme, ya el sol agonizaba sobre la copa de los árboles, anunciando que, como un boludo, me había metido en problemas: aún si me despedía ya, llegaría de noche, no estaba seguro de encontrar al caballo, y menos, sin luna, el camino a la estancia, si erraba una tranquera, a dormir al sereno… También pensé en el potro, que asustado bien podría soltarse, y con la cincha floja desparramando aperos por toda la estancia.  

Juan Carlos, el nombre del ermitaño, percibió la preocupación y me tranquilizó: conocedor de los atajos del monte y baquiano para los rastros, aseguró que, si le indicaba la última tranquera que había pasado, regresaría montado antes de que cocinara el par de mulitas que, señaló, colgaban del travesaño del alero. Sin mucho para elegir, acepté su comedimiento, encendió un par de candiles en el interior del rancho, y una lámpara de queroseno para cuando la necesitara. Partió a grandes zancadas…

Sentado frente al fuego, alimentando mosquitos, pensaba en las vueltas de la vida, el destino o el azar. Pocas horas antes andaba a la siga de un aspudo que no fue, y de pronto en medio de la nada, compartiendo un escenario inimaginado con un tipo desconocido…

Desde una pequeña parva de leños apilados, acerqué un par a las brasas. Las llamas se elevaron crepitando alegremente, dejé que la vieja parrilla se quemara unos minutos, y entré a la vivienda. Con mi linterna eché un vistazo. En una de las esquinas, bajo la boca tiznada de la chimenea se amontonaban cenizas; suspendida de un gancho que colgaba del tiraje, una olla de hierro fundido, y enfrente otros dos cráneos, acolchados para sentarse.  No era difícil fantasear, imaginando al pobre criollo frente al lar, melancólico, añorando su otra vida. En el centro del cuarto, una mesa y dos sillas; en las paredes, varios estantes sostenían latas y envases de variada calaña, y enfrente una puerta sin puerta, daba paso al otro ambiente, un tres por tres con ventana y vidrios opacos. Sobre el catre se estiraban un par de frazadas y poncho, y junto a la cabecera, un cajón que oficiaba de mesa de luz, con otro candil, varias chucherías y un Cristo de madera.

Otra vez al lado del fogón, acomodé los bichos panza abajo, y rodaron las primeras brazas para dorar la exquisita carne.

Cuando el reloj anunciaba que faltaba una hora para medianoche, escuché el inconfundible rumor de cascos rompiendo ramas a su paso, estaba llegando. Sujetó junto a un ceibo cercano, desensilló como baquiano, y se acercó con la cara sonriente, permitiéndose una broma:

“… y señor, como andan las mulas, ¿no se habrán pasado no?, aquí le traigo su parejero, y si le parece lo llevo hasta el charco, y mientras aguatea aprovecho para darme un chapuzón… “

Con el alma vuelta al cuerpo, le agradecí la gauchada. Entró al sucucho donde titilaba la llama del fanal, salió con algunas ropas bajo el brazo, y se perdió en la noche. Una hora después le hincamos el diente a la cena, extrañando a un buen cabernet que reemplazara al líquido turbio, ya que mi caramañola estaba agotada hacía rato…

Para abreviar, luego de hablar hasta por los codos, el cansancio pasó la cuenta invitando al descanso. A pesar de su invitación para compartir el dormitorio, temeroso de las vinchucas que se llevaron a uno de mis mejores amigos, rechacé el envite con un pretexto y dormí sobre los mandiles de mi patera customizada. Ovillado como una oruga, desperté con las primeras luces del día.

Mateamos hasta quedar verdes, y cuando me disponía a ensillar para la vuelta, mostró nuevamente su generosidad: ya que no había cazado todavía, ¿podría guiarme hasta cierta isleta donde paraban buenos guampudos…? Como en la estancia no me extrañarían, ya que solía pasar algunas noches fuera, no tuvo que repetirlo, solo extrañaba la ducha, pero arisqueaba lavarme en los esteros llenos de putas sanguijuelas.

Como aseguró que estaba cerca, cargué la mochila y el arma, y tomamos un sendero de vacas de cómodo acceso. Anduvimos casi una hora, rodeados de bramidos de machos y hembras que conversaban; me tenté varias veces con algunos cercanos, pero Juan Carlos me sofrenaba:

“…aguante don Carlos, no se va a arrepentir…”

Avanzamos, ansiando un descanso que me avergonzaba pedir, tratando de adivinar qué entendía por cerca… hasta asomamos a una sabana empastada de unos 800 metros de ancho. Oculto detrás de un árbol, su dedo señalaba hacia la verde pared del bosque lejano.

“…Esa es una lonja angosta y detrás hay otro limpión. En la mugre arman rodeo con las hembras y se juntan. Si les entro por atrás metiendo ruido, los empujo afuera y van a cruzar para este lado, ¿Qué le parece?… “

Como era razonable, aunque demasiado fácil, dejé que lo intentara y me senté bebiendo dos tragos culposos. Aún a la sombra, la camisa empapada de sudor estaba cubierta de mosquitos y tábanos que se daban el banquete. Transcurrió un siglo recorriendo con el larga vistas la orilla opuesta, hasta que todo salió según su pronóstico: asomaron dos hembras a paso largo, mirando por momentos hacia atrás, otras tres igualmente inquietas, y por fin dos machos con enormes cuernas que brillaban al sol. Se internaron en el prado, en línea recta hacia donde estaba con el caño apoyado en una horqueta. ¿Sería el premio gordo…? Dándome el lujo de dejar que acortaran distancia, disparé cuando nos separaban menos de 80 metros. Los 180 grains, entraron en medio del pecho, se arrodilló y no volvió a moverse. Una fácil entre tantas difíciles… Nos reunimos junto al pintado, sellando mi agradecimiento con un fuerte apretón de manos. Bajo el sol que quemaba, admiré las cuernas asombrosamente típicas, con forma de lira, largas y fuertes, pelaje brillante rasgado con cicatrices de muchas batallas. Acuciados por el calor, nos apresuramos a desmembrar la cabeza y emprende la retirada. Alzó el singular trofeo, que seguramente medía bastante más de 80 centímetros, la calzó sobre sus hombros – cosa que secretamente esperaba – y entramos a la sombra de los talares desandando el largo camino, con la boca reseca y el rifle que ya pesaba una tonelada…  El largo regreso a casa resultó una maratón, pero como todo es finito, al fin apareció el rancho, tiramos los bártulos en el suelo, y casi corrimos hasta la lagunita, donde, sin escrúpulos y en bolas, revoleamos el balde cien veces. Descansamos un rato, mateamos largo y tendido, hasta que el baquiano fortuito preguntó qué haría con la carne y el cuero. Obviamente, ya que gran parte del mérito se lo debía, respondí que al otro día iríamos por ellos.  

“Ni loco don, mañana no estarán ni los huesos, esto está lleno de peludos, zorros, pájaros y chanchos que no van a dejar nada… si es tan amable y me pasa el caballo, me voy a traer todito aunque vuelva a la madrugada, allá tengo comida para un mes…”

De donde sacó fuerzas para ensillar, juntar sogas, un botellón con agua, la lámpara y desaparecer en pocos minutos, no lo sé, pero sí que otra vez quedé como casero, aunque no sabía que cenaría.

Aprovechando la luz mortecina del día que se apagaba, me mandé a la cocina, y entre los tarros hallé fideos y aceite. Repasé la olla, sucia por fuera, pero limpia por dentro, herví agua y despaché la tallarinada en menos de lo que canta un gallo…

Quise disfrutar del fogón algún tiempo, pero el sueño, el cansancio y los cabeceos clamaban por descanso. Bajo el techo del alero, vi que ya no estaban ni jergones ni montura, de modo que pedí prestado el poncho y las mantas, y armé la chinchera como pude, cerré los ojos y dejé que la silueta de la cornamenta me acunara.

Me despabiló el ruido de cascos: Juan Carlos, desdibujado en las sombras, palenqueaba dispuesto a descargar su tesoro. Eran las tres de la mañana, y como estaba vestido hacía dos días, acudí en su ayuda. Cuartos, paletas, lomos, cogote y entrañas, colgaban de los tientos impecablemente cuereados. Acercó una vieja escalera, improvisada con troncos y ramas, la apoyó contra un árbol, e hicimos un pasamanos hasta que los ganchos de alambre se completaron. Se orearían al sereno, y al día siguiente, charqueada.

Terminada la faena, volví a mi yacija, devolví las pilchas y acomodé en cambio los mandiles, que echaban una baranda a sudor de caballo parecido al Chanel 5, pero diferente… 

Eran casi las ocho cuando oí que el fuego crepitaba, y Juan Carlos preparaba el mate.

Tenía que regresar, pero no hallaba palabras para despedirme. Si bien todo fue repentino e impensado, sentía que hacía mucho tiempo que conocía a mi compañero. Sin mediar demasiadas palabras, apronté el caballo, enfundé el arma y le tendí la mano. Cuando presentí que ensayaba un agradecimiento, lo atajé. Era yo quien estaba feliz por haberlo conocido, y estaba seguro de que, más temprano que tarde, volveríamos a encontrarnos. Antes de montar, intenté recompensarlo, pero bastó una mirada para saber que lo ofendía.

Monté, acomodé las guampas por delante, me interné en el monte, y antes de entrar a la espesura me detuve. Al volverme, entre el follaje, entreví su silueta con una mano alzada, saludando.

Al ingresar al patio de la estancia, Ricardo, con los brazos en jarra, maneaba la cabeza. Apenas me apeé, nos abrazamos después de mucho tiempo, y recibí la primera congratulación por el logro: era la calidad de ciervo que pretendía que cacen sus amigos: añoso y próximo a su muerte natural. Luego los reproches.

“…algún día me vas a matar de un susto, Carlos, desaparecés y no sabemos dónde carajo estás, te voy a regalar un handy…”

Nos reímos un rato, y durante el almuerzo tardío relaté mis cuitas con lujo de detalles, entre ellos la bonhomía del paisano y su disposición sin límites para ayudarme, sin él no sé si hubiera cazado. Por otra parte, le pedí un favor. La próxima – si estaba de acuerdo – viajaría en una chata, donde traería materiales, muebles y ropa como muestra de gratitud, ya que, con una cuota de egoísmo, estaba seguro de haber ganado un amigo y baquiano. No hubo reparos, descansé un par de días platicando con mi querido amigo, y tomé rumbo al infierno de cemento.