Homenaje al tesón y fervor de quienes, aun en condiciones físicas desfavorables, viven la caza mayor con el máximo entusiasmo.
En todos los deportes descuellan mujeres y hombres con impedimentos físicos: tenis. fútbol o básquet, entre otros. Pero pocos conozco que afronten el desafío de la caza mayor, un lance montero por lo menos complejo. Uno de mis tantos plenilunios lo compartí con uno de mis mejores amigos, moldeado en las soledades formoseñas, donde desarrollaba sus actividades ganaderas. Allí, en un medio tan bello como salvaje, forjó su carácter y se bautizó para siempre como cazador, con las armas y cartuchos de la época, abriendo a machete cada metro para recechar, luchando contra liendres y veranos ardientes, peleándole al tigre criollo cada ternero. También se dio tiempo para incursionar en el duro oficio de guía de cazadores, no como simple intermediario o revendedor, sino compartiendo cada minuto de bonanzas y penurias, contagiando seguridad y regalando experiencia. Y fue justamente cerca de nuestra frontera que recibió el dramático golpe del destino: un accidente de campo que inmovilizó sus piernas.
Horacio Calvo, a él me refiero, es un ejemplo de la voluntad, entendida como el ánimo para enfrentar situaciones límites, aparentemente imposibles. Lo irremediable no logró mellar un ápice su constancia, y en el empeño se convirtió en maestro del acecho, posiblemente la modalidad que requiere mayor sacrificio y sabiduría. El lance reciente, convenido desde hace más tiempo que el deseado, transcurriría en la vastedad del desierto precordillerano que abarca gran parte de las provincias de Catamarca, La Rioja y San Juan. Páramos infinitos que parecen rodar desde los faldeos pedregosos; montes eternos de quebracho blanco, algarrobo y espinillo que estiran sus ramas sedientas al cielo; vegetación rastrera y salitrales cuarteados, que enmarcan el reino de pumas, pecaríes, corzuelas y guanacos, y desde hace algún tiempo del jabalí, emigrado vaya uno a saber de dónde. Inmensidades donde el agua es un don negado por la naturaleza -suelen pasar meses sin lluvias, asombrosamente acogen coloridos brasitas, cardenales amarillos, catitas y zorzales, que cantan a las maras, zorros, vizcachas, cascabeles y yararás.
Partimos con las mochilas al tope de esperanzas, confiando en los grandes amigos que nos esperaban para compartir las contingencias de la pasión que nos une, esta vez en busca de los esquivos navajeros.
Me quedo corto, como afirman los camperos, si digo que colmaron las expectativas más optimistas. Desde el punto de vista hospitalario, gracias a la calidez con que nos recibieron en la más que centenaria casona con paredes de adobe, que soportó malones de capayanes y olongastas. Condenados desde siempre a rogar por la lluvia, los pobladores aguzaron el ingenio ideando el tajamar, zanjón de más de cien metros de largo cavado estratégicamente en las depresiones del suelo, donde se acumula el agua de los contados pero copiosos chaparrones. Estos reservorios mantienen con vida la hacienda doméstica, y obviamente, es lugar de cita para la fauna silvestre antes de sus merodeos diurnos o nocturnos. Aunque hay excepciones. El pecarí, por ejemplo, difícilmente confía en las aguadas, prefiere raíces, tubérculos y cactus silvestres con alta concentración acuosa, en lugar de exponerse en espacios abiertos donde acechan los enemigos naturales.
La presencia del negro colmilludo, uno de los trofeos más apetecidos, merece párrafo aparte, pues debido a su prolífera reproducción, la población creció en los últimos años en progresión geométrica. Es imprescindible la intervención inmediata de las autoridades competentes, antes de que la especie se transforme en plaga, tal cual ocurre en muchas regiones del país, incluidas las provincias de Buenos Aires, La Pampa, Rio Negro, etc. Hay demasiados ejemplos en el mundo, donde una protección ignorante ha convertido al género, en azote para la agroindustria y la seguridad de las personas: aumentan los ataques de suidos que invaden poblados en busca de alimento.
Volviendo a nuestra aventura y apenas llegados, la realidad mostró que las posibilidades de éxito se habían acotado: más allá de las dificultades para acceder a los apostaderos, que Horacio acostumbra sortear poniendo huevo, apenas dos de varios reservorios conservaban agua suficiente. Uno para cada cual…
No obstante, y luego del descanso tras casi 1.000 kilómetros desde Buenos Aires, la carencia fue compensada con creces por Adrián Toledo, Chúcaro para los amigos, Don César, su encantadora esposa y sus hijos, Alejandro y Mariano, que hicieron posible una estadía perfecta.
Fue así que por la mañana -con la fresca- se organizó una breve travesía para echar una ojeada a los apostaderos. Luego de traquetear dos leguas hacia el sur nos topamos con el primero, un pequeño oasis en medio del paraje desolado, donde imperaba el silencio interrumpido por el trino de los pájaros. En el centro de la depresión, abrazada por el talud de la excavación, un aguazal esmeralda burbujeaba gases que surgían del corazón de la tierra. Recorrimos la ribera, pisoteada por miles de animales domésticos y de los otros, descubriendo muchas huellas de jabalí y corzuelas, todo un buen presagio. Luego rastreamos los alrededores, detectamos sus rumbos para acercarse e inspeccionamos el lugar donde estacionaría la camioneta mi amigo, semioculta en el bosque, con la luna en la espalda, el viento en la cara y, para disimular los brillos, el camuflaje de una red entretejida con hojuelas, similar a las que usan las fuerzas armadas para enmascarar objetivos. Satisfechos, partimos en dirección al restante, tres leguas al norte. Otro charco solitario y otra geografía. La arboleda que cubría el espaldar del ribazo no era tan frondosa y dejaría filtrar reflejos delatores, no para la vista de los jabalíes, que son miopes naturalmente, sino para la de otros visitantes que, al descubrirnos, darían la voz de alarma. A favor, en la playa blancuzca resaltaría la negra silueta de los jetudos. En resumen, no era el lugar que hubiera elegido, pero si lo que había, y calavera no chilla. Al atardecer, previa siesta para tolerar la vigilia, Horacio partió en compañía de Chúcaro y yo con Alejandro Cáceres, que se ofreció cortésmente para hacerme pata. Elegimos llegar más temprano de lo habitual, confiando en que los bichos, acuciados por la sed, aparecieran de día. El mutuo deseo de buena caza nos acompañó en el camino…
No muy lejos de la aguada y para no meter bulla innecesaria, nos detuvimos para bajar los cachivaches, trasladarlos hasta el nido, y por fin ocultar el vehículo a unos 500 metros. Mientras regresábamos por el sendero que habíamos recorrido hacía pocos minutos, se produjo uno de esos hechos inexplicables: a pesar de los ruidos y voces, una corzuela, a pleno sol, nos miraba entre sorprendida y asustada. Un regalo impensado de Diana…
Ya en el habitáculo rodeado de espinas, en pocos minutos todo quedó al alcance de la mano, para evitar barullo y movimientos. Y, por último, me cercioré de que el tronco que serviría de apoyo tuviera la altura y dirección correcta. Llegó un largo relax previo al aguante…
Apenas se asomó la luna, confirmé las sospechas: equipo, cara y mira, despedían reflejos y brillos que se verían desde un kilómetro. Más que nunca tendríamos que confiar en la inmovilidad absoluta. Tarde para lamentarse, dejamos correr las horas gozando del placer de estar cazando, hasta que aparecieron los primeros convidados, sigilosos y vigilantes, para saciar la sed: unos antes de cobijarse en los dormideros, y otros que comenzaban sus correrías nocturnas. Había elegido, como siempre, las tres o cuatro noches que preceden la luna llena, fase en que no asoma totalmente redonda, pero luce alta y brillante cuando el sol desaparece. En cambio, completamente llena, sale más tarde, amarillenta y deja oscuras las primeras horas de acecho. La llegada tempranera, casualmente, tuvo su premio. Cuando aún el sol mostraba el filo de su cresta incendiada ocultándose en el oeste, una piara apareció de la nada: dos jabalinas con sus camadas se atropellaban para alcanzar la ribera. El espectáculo resultó en cierta forma un trofeo, ya que permanecieron casi media hora correteando, bañándose y revolcandose en el lodo, revelando sus costumbres y desconfianzas. Un show de la naturaleza para amantes de la fauna y su conservación. Más allá de esa tropa numerosa, la noche transcurrió entre ramas que estallaban al paso de animales corpulentos, y algunos zainos inexpertos que hacían brotar adrenalina: podrían estar acompañados… Pero, en definitiva, después de esperar al añoso verraco de grandes navajas hasta más allá de las tres de la mañana, tocamos retirada. Ya en la estancia y mientras apurábamos la cena tardía, oímos el motor de la Nissan. Horacio regresaba. Salimos al patio y no hizo falta más que verle la cara para saber que había cazado. 
El Chúcaro estaba exultante por el éxito, y mi amigo no podía ocultar su alegría: en el primer intento tenía su trofeo. Entre mil detalles, contó que pasó mucho tiempo escuchándolo deambular entre la fronda, arisqueando asomarse. Demoró eternos minutos en mostrar la delantera, debió apelar a toda su flema de cazador para esperar a que se confiara, y cuando el codillo apareció, nítido en la cruz de la mira, llegó el disparo certero. Seguimos atosigándolo con preguntas, pero Chúcaro nos llamó a la realidad: había que bajar al padrillo, colgarlo de un árbol y despostarlo: el calor y las moscas no perdonan.
Demás está decir que los festejos siguieron casi hasta el amanecer escuchando cada detalle, incluido el desfile de una piara de hembras y crías, y una pareja-seguramente machos que le hicieron cosquillear el dedo en el gatillo. Pero eran jóvenes y tenían futuro como trofeo… Todo recién comenzaba, y de acuerdo con la abundancia crecieron las expectativas, sobre todo para mí, que estaba zapatero… El día siguiente, nuboso, nos hizo temer que por la noche los nubarrones cubrieran la luna, si bien nuestros amigos lugareños coincidieron en que no debíamos preocuparnos: esas tormentas aparentes siempre pasaban de largo… Nuevamente optamos por instalarnos temprano. No llovió, pero las nubes ocultaron hasta la medianoche al astro fulgente, cuando aparecieron algunas grietas por donde se colaban los rayos plateados. Poco después vimos salir de la fronda dos bultos negros un golpazo de adrenalina que al aproximarse resultaron dos cachorrones de unos 40 kilos. Y casi a las dos de la madrugada, otro sobresalto cuando apareció, en la cabecera más alejada del charco, una figura que parecía un puma y me erizó los pelos de la nuca… La silueta, borrosa, asomó dos veces y se ocultó otras tantas, hasta que el prismático acercó el perfil de un enorme zorro solitario. Nunca había visto uno tan grande… Pero sirvió para mantenernos despiertos y expectantes, renovó el ánimo y acortó el rato que faltaba: a la misma hora que la víspera, agarrotados por la inacción. Alejandro partió en busca de la chata. Como en la zamba, se fue la segunda… Con el cansancio asomando tras las dos veladas, y el cambio de horario para el descanso, comimos frugalmente y dormí hasta el mediodía. Cuando salí del cuarto, a la sombra de algunos árboles que apenas disimulaban el calor agobiante, vi al Chúcaro que, con pava y mate en mano, me esperaba para el desayuno-almuerzo. Habían regresado casi a las cinco, pero si bien tuvieron suerte en cuanto a la cantidad vieron más de veinte jabalíes no así con la calidad: ninguno superaba al primero. Poco después se acopló Horacio, contento por los avistajes, pero decepcionado porque esperaba el doblete… Intercambiamos relatos de las vivencias, y comenzamos a planear la última chance, que sería la vencida… Estaba claro que la población de chanchos había aumentado, pero también que los grandes verracos no son de arrear con una alpargata: la luna ayuda, pero es un farol que los atemoriza…
Nos quedaba una duda, y junto a mi compinche Alejandro salimos hacia el tajamar para despejarla. Me tranquilizó comprobar que no había rastros recientes, porque sospechaba que los sementales viejos podrían bajar durante las primeras horas de la mañana. Pero no fue así y me serenó saber que el resultado no se relacionó con las horas de espera. Viéndolo a mi compañero prepararse nuevamente, entusiasmado como el primer día, no pude menos que admirarme por su tesón para seguir intentando. Con el cielo otra vez cubierto, el crepúsculo nos encontró al acecho, con los ojos bien abiertos mirando rincones oscuros, camas en el barro y pájaros en vuelo rasante a la pesca de insectos.
Los putos nubarrones fueron una tortura. No veíamos más allá de pocos metros, y el uso permanente de los lentes agobiaba la vista. También a media noche, cuando la influencia de la luna -según dicen los entendidos- rompe los cúmulos, volvimos a tener visibilidad, las formas cobraron vida y renacieron las ilusiones. Si alguna quedaba, se diluyó con el correr de las agujas del reloj, que nos dieron más de lo mismo: la repetida función de gala silvestre, y un par de jabalíes nuevos… Todo indicaba que los astutos veteranos recelaban, o habían pasado a mejor vida… Derrotados, otra vez a casa con la mochila vacía y sin más oportunidades.
Horacio no tuvo mejor suerte: soportó una larga noche con numerosas presencias de moros, ninguno tirable… En definitiva, mucho ruido y pocas nueces.
Las interminables trasnochadas que seguramente extrañaríamos, tocaron a su fin decidiendo el retorno, pero antes restaba algo que le encanta a mi cofrade: cazar vizcachas. Descansamos el resto del día, a la noche dimos cuenta de un par de pollos al disco, y de sobremesa salieron en patota en busca de las bigotudas. Preferí terminar un Malbec junto a don César… El .22 y la puntería le regalaron media docena con destino de escabeche. Temprano, pues quedaba un largo camino por delante, nos despedimos con pesar de un grupo inestimable de amigos, que nos contagiaron cordialidad y esfuerzo para la mejor cazada. No por mucho tiempo, pronto reincidiremos…
