Una picardía de cacería

Por Gustavo A. Jensen

Corría el mes de marzo de 1985 y con dos amigos pampeanos -Pablo Torres y Eduardo Valverde (f)- y otro de la ciudad de 9 de Julio -el Panzón Mugarza- estábamos cazando en la zona de Quehué, en el campo del Sr. Domingo Maisonave quien gentilmente nos había dado permiso en una legua de su propiedad denominada «El Salto».

Una tarde estaba sentado en una picada, al borde de un cerro alto y con mucha tosca blanca característica de la zona, esperando escuchar el bramido de algún ciervo o verlo cruzar la picada, cuando hacia mi derecha, del otro lado de un alambrado y del fondo de un profundo zanjón, voló una perdiz chica pasando muy cerca de mi posición.

Quienes conocen a esta pequeña ave saben que no vuela por costumbre propia, sino que siempre lo hace ante un peligro inminente o algo que la asusta, por lo que de inmediato giré mi cuerpo hacia la derecha para tener una mejor posición de tiro -nunca aprendí a tirar con la izquierda-, llegado el caso, y me quedé a la espera de algún animal que pudiera andar por allí. Pasaron unos minutos y como no vi nada pensé que sería un zorro, por lo que retorne a mi posición original.

Pasó muy poco tiempo y sentí el ruido del alambre detrás mío, por lo que giré la cabeza muy lentamente y pude ver un hermoso puma que comenzaba a cruzar la picada. Levante mi rifle -un Remington 300WM- y como pude trate de meter el animal dentro de la mira, pero el ángulo era muy difícil y tampoco podía girar el cuerpo o pararme porque saldría disparado de inmediato, así que y sabiendo que era más fácil errar que acertar el disparo, arriesgué el tiro y por supuesto fue fallido. El puma por instinto giró y volvió hacia la seguridad de la espesura de donde había venido lo que me dio un handicap de unos 20 o 25 metros para volver a disparar.

De un salto me paré -por aquellos tiempos era joven y ágil- y a la vez acerrojé metiendo una nueva bala en la recámara. Para ese entonces el puma iba llegando al borde del zanjón y dando un gran salto se lanzó hacia el mismo, logrando meterlo en la mira y hacer un nuevo disparo antes de que llegara a las matas de jarilla, impactando esta vez detrás de su paleta izquierda y en forma cruzada hacia adelante, un tiro mortal y con mucha suerte que terminó con su vida de forma inmediata.

Luego de forcejear un rato para arrimarlo hasta la picada, traje hasta el lugar mi vieja Estanciera Ika que usaba como vehículo de caza, y con mucho cuidado envolví el puma en una vieja alfombra que cubría el piso del rodado, pues ya iba pergeñando alguna travesura para mis amigos.

Al llegar al campamento que habíamos armado en el monte, los tres me estaban esperando ya que habían escuchado los tiros y daban por sentado que había matado un ciervo, así que de inmediato se abalanzaron sobre la compuerta trasera de la Estanciera en busca de cuernos, pero no vieron nada. Allí les inventé una historia de un ciervo que cruzó lejos en la picada y que había errado los dos tiros. Dicho esto nos fuimos al interior de la caceta-comedor para hacer una picada y preparar algo de cenar, mientras seguía la historia de los tiros errados y la cornamenta espectacular del ciervo.

Cuando ya nos olvidamos de esta cuestión, salí hacia afuera de la carpa y muy silenciosamente saqué el puma de la Estanciera y lo arrimé a la puerta de la carpa, colocándolo muy cerca de unos bidones que teníamos con agua, en posición agazapada, como si fuera a saltar.

Regresé al interior de la carpa y comencé a preparar la cena y luego de unos minutos le pedí a Eduardo Valverde que me trajera agua de afuera en una olla. El bueno de Eduardo era un tipo hiperactivo y todo lo hacía apurado, siendo normal que en sus entradas y salidas de la carpa arrancara algún viento o una estaca del piso. Se colocó la linterna en la cabeza y salió con la olla, pero salir y volver a entrar fue todo al mismo tiempo, llevándose por delante las sillas y hasta la mesa donde estaban los otros amigos comiendo, se le había trabado la mandíbula y no podía hablar, solo gesticulaba hacia afuera. Mis compañeros no entendían nada y mostraban gran asombro y hasta algo de susto al ver a Eduardo tan conmovido, pero yo ya no pude aguantar la risa y al verme reír con tantas ganas de inmediato se imaginaron que algo había tramado, por lo que todos salimos a ver el puma y compartir el festejo del trofeo y reírnos de la travesura.

COMO BROCHE DE ORO: UN EXCELENTE COLORADO

Por las noches, después de la cena, solíamos sentarnos bajo los caldenes a escuchar la brama, aunque para mí era una rutina. Se sentían ciervos para todos lados, algunos cerca, otros lejos, pero muy hacia el oeste y en una zona de grandes cerros y profundos cañadones ubicados como a tres kilómetros del campamento, cuando el viento se ponía de ese sector, se escuchaba el bramido sordo y corto de un ciervo que desde el primer día me tenía intrigado y yo le comentaba a Pablo, quien junto con Mugarza cazaban en esa zona, que debía ser un ciervo viejo.

El veterano bramaba hasta la madrugada y después se callaba, por lo que fueron pasando los días y mis amigos no lo encontraron, hasta que ya próximo a expirar el tiempo que teníamos para permanecer en el campo, Mugarza regresó a 9 de Julio y yo acordé con Pablo que al otro día iba a intentar suerte con el ronco.

Salí oscuro caminando del campamento y cada tanto lo escuchaba pegar un bramido, por lo que tenía bien fijado el rumbo que debía llevar. Cuando empezó a aclarar pegó dos o tres bramidos fuertes a unos 500 metros míos y en dirección a unos cerros altos en medio de los cuales se formaba un profundo y ancho cañadón, cubierto por una maraña de molles, piquillines y chañares, junto a algunos renuevos de caldén y algarrobo, y de inmediato supe que esa era la guarida del astuto macho, máxime cuando conocía que en el cerro de enfrente cruzaba una línea de alambrado que delimitaba nuestro sector de caza con el de otros cazadores de Bahía Blanca que tenían alquilada la otra legua, los que no mezquinaban balas a todo bicho cazable que encontraban y por lo tanto el viejo patriarca seguramente no debía incursionar por esos lares.

Llegué al borde del cerro y comencé a caminar lentamente cubriéndome con unos chañares ralos que lo circundaban. Hacía un buen rato que no escuchaba al ciervo, nada de bramidos ni rezongos, pero sabía que debía estar por allí por lo que permanentemente lo buscaba con los prismáticos tratando de ver alguna punta de su cornamenta entre las ramas debajo mío. Nada, pasaron largos minutos y el sol ya estaba alto, serían las ocho de la mañana y de pronto veo en el cerro de enfrente, en un limpio que se hacía en su borde, una cierva que venía comiendo lentamente siguiendo una senda que se abría paso entre las toscas hacia el fondo del barranco, me quedé inmóvil, aunque la distancia era mucha, yo calculaba unos 400 metros.

Detrás venía un pichón y otras ciervas. Seguí buscando con el prismático y logré ver más atrás y entre las ramas el brillo de las puntas de una cornamenta que me cambió el ritmo cardíaco. Sin dudas era el ronco que buscaba que venía arriando su harén hacia el cañadón. Cuando salió al limpio pude ver que su cornamenta era muy armónica y la remataban un par de coronas que a primera vista las juzgué de 4 puntas por lado. De inmediato busque un apoyo en la horqueta de un chañar seco y lo metí dentro de la mira, me resultaba imposible mantener la cruz dentro del animal y además lo veía muy pequeño lo que me permitió tomar conciencia de la distancia, estaba muy lejos, mucho más de lo que acostumbraba a tirar cazando, pero si lo dejaba bajar al cañadón no lo vería más entre las ramas, tal como sucedió con las primeras ciervas, las que ya no podía ver. En esos momentos no hay mucho tiempo para pensar y además no podía desaprovechar la única oportunidad que tendría para cazarlo, ya que seguramente a la tarde no podría volver por él porque no era mi zona de caza.

El ciervo se detuvo de costado al borde del cerro y levantó la cabeza dando un rezongo que no llegué a escuchar por la distancia y el viento de costado. Yo lo mantenía en la mira y como mi 300 WM estaba regulado mosca a 250mts., cometí el error en el que normalmente incurrimos cuando nos falta experiencia en tiros largos, puse la cruz unos centímetros por encima del lomo del ciervo y disparé. El silbido de la bala en su viaje hacia el infinito y la inmovilidad del ciervo me hicieron saber que lo había pasado por arriba, por lo que de inmediato recargué y esta vez apunté bien al filo del lomo, pero sin salir del cuerpo del animal. Este dio un salto hacia adelante y comenzó a bajar con gran dificultad el cerro, ya que llevaba unas de sus patas delanteras quebrada algo más arriba de la línea del pecho.

Yo entré en un estado de desesperación al pensar que lo perdería dentro de la maraña, así que de inmediato le efectué un tercer disparo que impactó en la tierra detrás del animal. Coloqué las últimas tres balas que llevaba en mi cintura dentro del rifle, y a medida que podía ver algo de su cuerpo entre las ramas seguía disparando, por supuesto sin tocarlo y dentro de una absoluta locura que llegó a su fin cuando me di cuenta que me quedaba una sola bala. Para ese entonces y producto de la balacera las ciervas de la cuadrilla habían cruzado el fachinal y escapado subiendo el cerro unos 300 metros hacia mi derecha, por lo que me imaginé que el macho trataría de seguirlas mientras pudiera caminar, así que separándome unos metros del borde para no ser visto, comencé correr hacia el lugar por donde habían subido las ciervas.

Allí estuve esperando unos minutos, pero el ciervo no aparecía, así que nuevamente me fui acercando al borde del cerro y de pronto, detrás de un caldén, salió corriendo en tres patas buscando subir el cerro, el que en sus últimos metros antes de la tosca que cubre el borde, estaba totalmente limpio. Lo metí en la mira y lo dejé correr hasta que llegó casi al borde mismo, siendo su carrera bastante lenta debido a la herida, al tiempo que me concientizaba que era mi última oportunidad, ya que no tenía más balas.

El disparo fue perfecto, en el centro de la paleta, no obstante, lo cual logró subir el cerro y allí quedó tambaleante, mientras yo lo miraba a no más de 50 metros, sin saber qué hacer. Así estuvo unos minutos y luego se echó, hasta que finalmente pude ver que no había movimientos en su cuerpo.

Al llegar a su lado sentí, por un lado, una gran alegría de haber logrado ese hermoso trofeo de 13 puntas, ya que de un lado tiene corona de 4 y del otro de 3, y al propio tiempo un sabor amargo que me dejó su sufrimiento antes de morir.

Una posterior visita con mis amigos al lugar donde efectuara los primeros disparos, nos permitió apreciar, con opiniones diferentes, que la distancia donde estaba parado el ciervo era de 400 a 500 metros. Es por eso que hoy y con mucha más experiencia en la espalda, puedo decir que cuando se trata de disparar sobre animales de caza mayor, «CUANDO MAS CERCA MEJOR».