Días de shikar

2°Parte

Se levantó el apostadero hecho con troncos a unos veinte metros del cebo que esta vez había sido devorado casi hasta a mitad, clara señal del hambre que tenía el tigre. A las cinco nuevamente nos acomodamos con Omar Kahn, el nuevo shikari que había elegido para una larga espera, que fue nada más que eso: horas de aguardar en vano, ya que nada apareció durante toda la noche. Volvimos al día siguiente con los mismos resultados, seguramente se trataba del mismo animal y había aprendido una lección muy valiosa: por un largo tiempo mataría y comería una sola vez sin volver a la presa. Eso transformaba su cacería en algo realmente aleatorio; sin embargo, para cubrir cualquier eventualidad se dejaron cebos distribuidos en toda la zona, todavía no habíamos perdido las esperanzas.

Esa última noche allí fue terrible porque en el árbol utilizado había hormigas, bastó que nos acomodáramos para que empezaran a pasear por nuestros cuerpos, las manos y la cara. Algunas se limitaban a caminar muy educadamente, otras, vaya a saber por qué razón, eran agresivas y picaban como un saitán (demonio). Sin embargo, teníamos que aguantar sin movernos. Así fue hasta la medianoche en que perdimos toda esperanza de que viniera. Cuando amaneció teníamos las manos y la cara hinchadas por las picaduras. Con un humor de mil demonios llegamos al campamento donde yo me pasé el día durmiendo, recuperando lo perdido en las dos noches anteriores.

Pasaron dos días sin novedad hasta que aparecieron dos aldeanos que dijeron saber donde dormía nuestro querido “bagh”, era un barranco profundo que tenía únicamente dos salidas. Un lugar ideal para una batida, que por cierto fue rápidamente organizada. Los jeeps salieron a toda prisa en varias direcciones para recolectar la gente necesaria; era una nueva tentativa a la cual yo no le tenía mucha fe, pero… había que probarla.

La organización de tal evento, que se utiliza con frecuencia en cacerías, requiere un perfecto conocimiento del terreno para no incurrir en errores que la harían fracasar. El barranco donde supuestamente descansaba el tigre era profundo y bastante angosto; seguramente por el mismo en la época de monzones correría el agua con mucha fuerza. En esos momentos estaba completamente seco, solo quedaban algunos pozos con agua estancada de un color verde oscuro. El suelo arenoso y salpicado de grandes piedras terminaba en barrancas cubiertas de espesa vegetación, especialmente de grandes macizos de caña bambú y de una impenetrable maraña de lantana, planta que es un castigo para quienes transitan por sus dominios porque sus agudas espinas terminadas en forma de gancho son implacables y una vez que se prenden dejan piel y ropas hechas jirones. La existencia de lugares sombríos y tranquilos hacía de ese sitio un rincón ideal para que un tigre pasara las horas más calurosas del día.

Esos animales huyen sistemáticamente del calor; a pesar de que ya hace siglos que el tigre dejó las heladas estepas de Siberia y Manchuria, aún no se pudo acostumbrar del todo al tremendo calor de las partes centrales y del sur de la India. Estos grandes felinos dejan sus oscuros escondites en la jungla (donde pasan todo el día), recién al atardecer cuando en la foresta empieza a refrescar. Como necesitan beber frecuentemente tratan de que su escondite esté lo más cerca posible a cualquier lugar donde haya agua, ya sea un río, un estanque o una pequeña fosa perdida en un recóndito lugar de la selva. A “bagh” le encanta, cuando puede, sumergirse en alguna laguna dejando únicamente la cabeza fuera del agua. También le gusta nadar y con frecuencia va y viene de una orilla a otra de los ríos.

El tigre es un animal de hábitos nocturnos, no anda por la jungla durante el día luciendo sus hermosos colores, sino que sale al anochecer, cuando su piel oscura y listada deslizándose entre las hierbas y tallos de bambú se confunde de tal manera que animal y planta parecen una misma cosa, tal es su facilidad para mimetizarse. Así acecha a sus presas, casi siempre cerca de los arroyos donde los ciervos, su comida más común, van a saciar su sed.

Una vez que lograron dar muerte a algún animal lo transportan arrastrándolos o cargándolos sobre el lomo, por pesados que sean, hasta un lugar tranquilo y bien oculto donde lo puedan devorar sin temor a ser molestados. Su fuerza es prodigiosa, pueden saltar una cerca con un ternero bien desarrollado o un ciervo sobre los lomos como si tal cosa, y luego llevar su presa a veces hasta un par de millas antes de iniciar su comida. Para hacerlo siempre comienzan por la parte posterior del animal arrancándole la cola y luego practicando un corte con sus garras para quitarle los intestinos y el estómago, que arrojan lejos antes de empezar a alimentarse.

Un tigre normalmente hace entre dos y tres comidas con una presa, nunca más ya que son bastantes exigentes con relación al estado en que se encuentra la carne. No le gusta cuando está en avanzado estado de descomposición.

Pero volviendo al relato de la batida, unas cincuenta personas tomarían parte de la misma, reunidas entre los pobladores de aldeas vecinas. La función de los batidores consiste en formar una especie de embudo humano dejando en el centro al animal a batir y colocando en su extremo al cazador, ya sea en el suelo, a pie firme (¡una locura!) o arriba de un machán, para luego ir avanzando con el mayor ruido posible, golpeando las manos, latas vacías o los troncos de las plantas, de manera de obligar al animal buscado a que abandone su refugio, en este caso a “sheer”, para dirigirse hacia el punto previamente elegido.

Claro que esto se dice muy fácil, pero en la práctica no lo es tanto porque el animal perseguido puede volverse hacia sus perseguidores y escurrirse entre ellos sin ser advertido o, lo que es más raro, atacarlos para atravesar la barrera formada por los batidores.

Después de los preparativos iniciales y luego de las últimas instrucciones impartidas por Masood, partieron los hombres a ocupar sus puestos, mientras que mi shikari y yo ocupamos nuestro lugar. Esperamos una hora más o menos antes de que se oyeran los primeros gritos de los batidores; el calor era intenso en esos momentos, estábamos empapados de sudor sin hacer ninguna actividad, enjambrados de mosquitas que nos martirizaban. Pero permanecer inmóviles y en silencio era la consigna.

Lentamente los ruidos y gritos se iban acercando, la tensión por supuesto aumentaba a cada minuto. Algunos momentos más y tendríamos a “bagh” frente a nosotros…si estaba en el lugar que creíamos, claro. De pronto un pavo real macho, asustado por los ruidos, pasó volando muy cerca de nosotros, despidiendo reflejos metálicos de sus plumas al ser heridas por los rayos del sol. Luego vino otro momento de tranquilidad, los batidores se seguían acercando, una ardilla gris bajó por el tronco hasta casi medio metro de nosotros, nos miró con curiosidad y sin temor alguno, se detuvo un instante quietecita; luego, continuó su incesante búsqueda de alimento; evidentemente, no le importamos nada. Nuevo silencio, los hombres habían dejado de hacer ruido por un momento; después un grito aislado, luego otro y otro, golpes de hacha contra los troncos. La batida seguía su curso, cada vez estaban más cerca, las esperanzas se iban esfumando, difícilmente el tigre vendría, ya lo hubiéramos visto. Mas gritos, más golpes y de pronto el turbante rojo de un aldeano, otro más, y de a poco fueron apareciendo todos. La batida había fracasado, “sheer” no estaba en el lugar esperado, la información que nos habían dado era errónea. En suma: un nuevo fracaso y una nueva decepción; quizás volviera a matar algún cebo esa noche, o a lo mejor mañana. El cazador nunca debe perder las esperanzas ni darse por vencido ante los repetidos fracasos, de lo contrario puede quedarse sin conseguir muchas presas, tal vez las más importantes. Hay que saber esperar, un día, dos, una semana o un mes detrás de un animal sin disparar un solo tiro es una prueba de paciencia. Pero una vez logrado el trofeo tan anhelado, la recompensa hace que no recordemos las esperas inútiles ni el cansancio ni las desilusiones; en fin, todo se olvida para dar lugar a la satisfacción de la presa cobrada en buena ley.

Con el paso de los días la esperanza de cazar un tigre fue disminuyendo, el tiempo se marchaba inexorablemente. Largas horas del día eran empleadas para recorrer la foresta en busca de noticias de las andanzas de “bagh”. Una y otra vez visitábamos las aldeas en busca de información. Por supuesto, también aproveché el tiempo para cazar otros animales como jabalíes, sambar, hog deer, leopardo.

Nullahs, pequeñas pozas perdidas en la jungla, estanques, eran visitados regularmente tratando de encontrar rastros de un tigre que ya se había convertido en obsesión. Hasta que un día, ya bien entrada la mañana, uno de los jeep que había ido a recorrer unos cebos muy alejados llegó con la noticia de que “sheer” había dado muerte a un búfalo. Era quizás una nueva y última oportunidad que se nos presentaba.

Almorzamos y después de una siestita nos pusimos en marcha. Teníamos por delante algo más de una hora de viaje con el vehículo por un camino que atravesaba numerosas aldeas y uno de los obrajes forestales más grandes de la India. Llegamos a un grupo de chozas dispersas entre gran cantidad de troncos de teca, durísima madera utilizada sobre todo para la construcción de cascos de embarcaciones, finísimas maderas de sal que se amontonaban listas para ser transportadas en primitivos carros tirados por bueyes hacia aserraderos.

Los hacheros de ese villorio eran quienes, conjuntamente con nuestra gente, habían descubierto el cebo muerto por el tigre la noche anterior. Ellos nos acompañaron hasta el lugar que estaba al costado de un camino más o menos transitable para el jeep, a unos cinco kilómetros.

El búfalo muerto era de buen tamaño, unos doscientos cincuenta kilos, y había ofrecido buena resistencia a juzgar por la forma en que había quedado pisoteado y manchado de sangre el lugar donde tuvo lugar la lucha desesperada y desigual entre él y una fiera demasiado poderosa y hambrienta. Había comido una buena porción de los cuartos traseros, pero todavía quedaba suficiente para otra buena comida.

Uno de nuestros muchachos Alim Udim, que se había quedado en el lugar desde que se descubriera la muerte del búfalo, ya había juntado todo el material para la construcción del machán, lo que hizo de inmediato Omar Kahn con la ayuda de unos nativos. Cuando estuvo terminado, al cabo de una hora y media de trabajo, quedó tan perfecto que era casi imposible descubrir algo fuera de lo normal en el árbol.

Como tengo dicho, el tigre había matado al búfalo al otro lado de la senda y a unos cuatro o cinco metros se alzaba la planta del apostadero y casi al pie corría un hilito de agua que muy probablemente nuestro animal usaría para beber. Por ese motivo dejamos tres orificios en el machán: uno a la derecha, que daba sobre el agua, y dos sobre la izquierda en dirección al cebo. Uno para el rifle y el otro para la linterna, de manera de tener cubiertos los dos probables lugares de acercamiento.

A las cinco y media estábamos ubicados, tuvimos que hacer uso de una escalera que luego se llevó Masood, ya que el tronco era muy recto y sin ninguna rama para trepar.

Estábamos listos para la espera que, sucediera lo que sucediera, sería muy larga. Nuestro outfitter se había vuelto al campamento con la promesa de venir por nosotros a las siete del día siguiente.

Como todas, la tarde era muy calurosa y a medida que las sombras empezaron a descender, se fue poblando de mil colores y ruidos. Nuevamente empezaba la vida en la selva. Muchos de los animales que en ese momento cantaban o gritaban, no verían salir el sol al día siguiente ni nunca más. Pavos reales, palomas verdes y grises, pequeños carpinteros, “horned birds” codornices y demás aves unían sus cantos y sus murmullos con los gritos estridentes de las gallinas salvajes; un chukor, típica perdiz hindú, emitió su silbido intenso entre unos matorrales.

El atardecer pintaba de suaves colores las cumbres de las colinas y teñía el horizonte lejano de una mezcla de azul, rosa y bermellón. Cuando el sol se ocultó, todos esos tonos se fundieron en un rojo sangre como anunciando las tragedias que tendrían lugar durante la noche; en un rojo oscuro que haría juego con la sangre caliente que brotaría a borbotones de las gargantas de animales heridos de muerte, presas de las fieras que, cumpliendo con su ley, mataban para poder sobrevivir.

En esos momentos en que la selva comienza a hacerse vida, comienza a hacerse canto en la voz de cien pájaros, se hace grito, grito quejumbroso en el nightjar, grito agudo en el pavo real, grito desgarrante en el animal herido de muerte. La jungla de algo estático e irreal que era durante el día, se transformaba por obra de los seres que la habitan; seres que comían, que luchaban por la vida o por una compañera, seres que amaban, vivían o tal vez morían, seres que se deslizaban por sus dominios, a veces como si fuera algo incorpóreo, otras con toda la desesperación del animal perseguido, seres suaves y dulces, seres crueles, pero sin los cuales la foresta no tendría vida, no sería tal.

A lo lejos nos pareció oír el canto de un hombre, escuchamos atentamente unos minutos y así era, alguien cantaba; primero fue una sola voz, luego varias le siguieron. Un rechinar de ruedas de madera confirmó nuestras peores sospechas: se trataba nomás de una caravana de leñadores que volvía con su carga de madera después de una dura jornada de labor, lo hacían cantando una melodía suave y triste, un poco porque les gustaba cantar y otro poco para darse ánimos al cruzar la jungla al anochecer. Lentamente se fueron acercando, se detuvieron unos minutos a mirar el búfalo muerto, pero ni siquiera levantaron la vista hacia nuestro árbol y no nos vieron. Siguieron los bueyes con sus pasos cansinos y el tintinear de las campanitas de bronce que llevaban al cuello, por un camino que los llevaba al descanso, una buena comida y un lugar protegido para pasar la noche.

Apenas unos minutos después de que se hubieron alejado, un leve ruido producido por un cuerpo pesado al rozar unas hojas secas de bambú nos indicó la presencia de un animal. Todavía quedaba un poco de luz natural por lo que tuve la suerte de ver al tigre, pues de él se trataba, acercándose con infinitas precauciones a su presa. Su cuerpo listado se confundía con el ambiente, se fue agazapando y se estuvo así unos minutos contemplando los alrededores. Dos estatuas de piedra seguramente se hubieran movido más que mi shikari y yo. Súbitamente dio un salto hacia adelante y cayó sobre el búfalo comenzando a morderlo y a tirar de él; luego se sentó y tomándolo entre sus fauces como si fuera un conejo, trató nuevamente de sacarlo de donde estaba. Evidentemente tenía la intención de llevarlo a algún lugar más alejado, pero la cuerda con que estaba atado resistió y no pudo lograr su propósito. Mientras eso hacia el tigre, Omar Kahn y yo nos habíamos preparado; yo ya tenía el rifle apuntándolo, la intersección del poste vertical con el horizontal de la mira del 375 estaba justo en la dirección de la unión del cuello con la paleta. Algo presintió la fiera, un segundo de asombro en sus ojos, un disparador que liberó un pequeño resorte, el ruido de un disparo de un calibre potente y todo había terminado, había caído de espaldas; unos ligeros estertores y después nuevamente el silencio.

El animal más hermoso del mundo (o uno de los más hermosos) yacía a nuestros pies. Las interminables horas de vigilia habían pasado, ni siquiera las recordábamos; el cansancio y el sueño sufrido apenas si se asomaban a la memoria. Un cigarrillo para calmar la emoción, un ligero temblor que era una forma de liberar los nervios durante tanto tiempo contenidos. Otro cigarrillo y un fallido intento de conversación con Omar que lamentablemente no hablaba más que unas pocas palabras en inglés, algunas sonrisas de satisfacción y nada más.

No quedaba otra alternativa que descansar y tratar de pasar la noche lo más cómodo posible, una noche que sería interminable por mis enormes deseos de bajar a contemplar a “mí” tigre, de tocarlo, de acariciarlo…Pero no nos podíamos bajar ya que Masood se había llevado la escalera; intentarlo hubiera sido una locura, estábamos a unos cuatro metros y medio de altura. La aurora por fin llegó, con ella el acostumbrado concierto de sonidos con los que los habitantes de la jungla saludaban al día recién nacido; mi outfitter llegó muy temprano y por fin nos pudimos bajar. Abrazos, felicitaciones y, ¡entonces sí! Era tiempo de admirar el trofeo. Sin lugar a dudas, “bagh” era algo maravilloso, una masa de músculos cubiertos por una de las pieles más bellas del mundo, fondo rojo, con listas negras netamente definidas, una cabeza enorme y una sensación de fuerza al que aun después de muerto imponía respeto. Lo cargamos en el Willis y lo llevamos al campamento donde estuvo expuesto a la admiración de los aldeanos durante dos horas. En ese tiempo desfilaron por nuestro patio todos los que vivían cerca, inclinándose en señal de respeto ante tan poderoso señor de la jungla y su enemigo ancestral.

Mientras estábamos sentados en la veranda comentando la cacería, se nos acercó una persona mayor que llevaba a una niña de unos diez o doce años de la mano. Después de una larga conversación con Masood y con muchísimo respeto se dirigió a mí con un inglés medio chapurreado para ofrecerme en venta a la nena, que era su hija. Me pedía una modesta suma, cuyo monto ya no recuerdo, para llevármela; ellos eran muy pobres, necesitaban ese dinero y además, explicó, que estaba seguro de que en el hogar de un Burra Sahib que había llegado de tan lejos, seguramente iría a tener una vida mucho mejor que la que su familia podía ofrecerle. En esos momentos mi hija menor tenía una edad parecida a esa mujercita y el solo hecho de imaginar desprendiéndome de ella, me ponía la muerte en el alma. Así que con la mayor consideración del mundo le dije que sería imposible aceptar su oferta a pesar de que se la agradecía infinitamente, las leyes de mi país salieron en mi ayuda para explicar mi negativa.

Tratando vanamente de comprender la extraña mentalidad de esas gentes tan sufridas, que no tienen quizás nada erróneo, sino que simplemente piensan y sienten muy distinto de nosotros, me fui despidiendo de ese shikar que sólo para mí había sido exitoso. Héctor se había vuelto unos días antes con las manos vacías, no había tenido suerte con el tigre, aunque había logrado un bellísimo leopardo.

Al otro día viajé a Nagpur y desde allí tuve que regresar a Bombay en tren ya que no se pudo conseguir pasaje en avión. Fueron algo más de doce horas para el recuerdo, si bien me ubicaron en un camarote de “primera” lo tuve que compartir con tres hindúes, sin aire acondicionado, con cuchetas de madera, sin comida ni nada para beber. El tren no disponía de esos lujos. Ni la comida ni la bebida que se podía conseguir en las diversas paradas que hicimos, me tentaron; más bien diría que me repugnaron, así que llegué muerto de hambre y de sed al hotel que me habían reservado.

Desde allí llamé por teléfono a un cuñado de Masood al que había conocido cuando llegamos. Quería ver que sabía de los rifles; llegar, habían llegado, pero estaban en la aduana del aeropuerto, de donde tendría que retirarlos personalmente. Al día siguiente muy temprano me fui a la terminal aérea, me atendieron con toda amabilidad, pero me dijeron que el tramite iba a ser algo complicado ya que, al no retirarlos a su arribo, habían sido “confiscados” y se tendría que obtener la orden de un juez para su devolución. Volví al centro y me dirigí al edificio del tribunal que me habían indicado. Allí también, con toda cortesía, me dijeron que se tendría que iniciar un proceso judicial, que lo podría hacer yo personalmente o contratar a un abogado. Opté por hacerlo personalmente, por lo tanto, allí andaba yo litigando en la India como no lo había hecho en la Argentina, ¡ya que nunca ejercí mi profesión de abogado!

El tribunal era algo digno de ver, funcionaba en un muy antiguo edificio dejado por la administración colonial; los años y el descuido habían marcado cicatrices por todos lados; todo se caía, todo se venía abajo. El llanto de las goteras durante los monzones había horadado las paredes dejando surcos cubiertos de verdín y de hongos; la mugre de años sin escoba había cubierto los pisos de una pátina marrón deslucida; delante de las puertas de los juzgados del crimen se amontonaban los presos encadenados uno con otro, de tal manera que cuando uno era llamado a declarar; iban todos juntos; los abogados redactaban sus alegatos sentados en cuclillas en los pasillos oscuros. Todo de terror. En ese ambiente tuve que desarrollar mis dotes de litigante y después de tres días de rogar, pelear y amenazar, obtuve una sentencia favorable que me autorizaba a retirar de la aduana mis rifles y los de Héctor.

Con todo en la mano me fui al aeropuerto donde me dijeron que, si bien estaba todo en regla, por razones de seguridad recién me entregarían las armas cuando mi avión estuviera por embarcar. Volví a mi hotel, desde allí a las oficinas de Alitalia para reservar un vuelo, no tenían ninguna plaza disponible hasta dentro de una semana, por lo que me sugirieron que fuera a ver a la Garuda Air Lines, una compañía indonesa que trabajaba en conjunto con ellos y que por lo tanto no tendría inconvenientes en endosar el pasaje. Así lo hice por suerte, ya que conseguí un lugar en el vuelo del siguiente día y tuve oportunidad de viajar en la mejor línea del mundo, totalmente superior en todo sentido a la italiana.

Mi avión saldría a las tres de la tarde, antes del medio día ya estaba en la aduna reclamando las armas. Me fueron demorando con las excusas más estúpidas imaginables; la última fue que me darían los rifles y que un funcionario me acompañaría en todo momento, no fuera a ocurrírseme cometer algún desatino… Fuimos hasta la puerta de embarque y ya estaban llamando, el estúpido aduanero me dijo que tendríamos que esperar la llegada de un policía pero que no me preocupara que ya estaba viniendo. Cuando llamaron a embarcar por última vez, todavía no había aparecido; así que mintiendo le dije que había visto al policía al final del corredor entre la multitud de personas, que por favor lo fuera a buscar ya que posiblemente no nos encontrara. Cuando se fue, volé a embarcarme llevando mis rifles (¡era la dichosa época en que se podían llevar en la cabina!). Pienso que cuando el funcionario aduanero se dio cuenta del engaño, el avión ya carreteaba por la pista. De esa forma terminó mi cacería en la India, había conseguido varios trofeos, uno importantísimo por el que tuve que atravesar océanos y continentes en un viaje de más de 25.000 millas. Todo el esfuerzo estaba justificado. Había valido la pena.

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