Prólogo a

"El Dogo Argentino que yo viví"

Por Carlos Rebella

Cautivado por la elocuencia del Dr. Horacio Rivero Nores, volcada en su libro EL DOGO ARGENTINO QUE YO VIVI, cumplo con placer su pedido de presentarlo. Para un veterano doguero ávido de lectura, debo confesar que arribé repentinamente al punto final con un dejo de frustración: como todo lo bueno, fue breve.

  • La obra es una magnífica antología de la historia del Dogo Argentino, aunque al afrontar sin remilgos su funcionalidad y desempeño de campo, pone en la picota uno de los temas más espinosos que se plantea la sociedad moderna: la muerte provocada de un animal salvaje enfrentado a otros que eventualmente padecerá alguna consecuencia…Para aventar prejuicios es conveniente abrevar en la historia y los hombres – pretéritos y recientes -que con mente privilegiada analizaron profundamente a la caza como arte y como necesidad, determinando que está muy lejos de ser una diletancia esnobista. Veamos. Hace un milenio la montería era ya un menester acendrado en el hombre. Nicomedes, rey de Bitinia, fundamenta sus memorias citando que: “… por si hicieran falta más pruebas que la humanidad consideró a la caza con jauría un método ético y honorable, el historiador y filósofo Flavio Arriano (71-165d.c.) revela que los galos cazaban con perros sin utilizar lazos ni trampas, y no solo para procurarse carne, sino por el placer y la belleza de la caza. Buceando más profundo, desde períodos históricos aún poblados por dioses paganos y leyendas, nos llegan ecos de fascinantes experiencias: “… Orión, el cazador mitológico que se jactó ante la diosa Artemis que podría cazar a todos los animales del planeta, provocó la ira de Madre Tierra, que mandó a un escorpión gigante a matarlo…” Siguiendo el peregrinaje en busca de la verdad llegamos hasta don Ortega Y Gasset, célebre filósofo insospechado de parcialidad, quien discurre asegurando:“… para que la caza exista es necesario que la inferioridad de la presa no resulte total en relación con el cazador, a fin de que aquella pueda evitar su captura…” y “…no existe la caza sin la muerte física del animal…” A su vez, el reputado Albert Schweittzer, teólogo que iluminó a los senderos más profundos del conocimiento, no vacila en alegar con respecto al hombre y su mejor amigo: “… cada vez que me he mostrado suficientemente humilde y dispuesto a permitir que un ser que no es humano me instruyera, este nuevo amigo compartió conmigo una sabiduría inapreciable, ya que me enseñó que la perfecta comprensión entre el hombre y otras formas de vida es posible…” ¿Qué otra cosa siente el cazador montero cuando acaricia a su Dogo en el sereno preludio del combate o el jadeante final de la contienda? Y por fin es necesario citar a Jeremy Bentham (1748-1832), padre del utilitarismo jurídico, se refiere al bienestar de los animales en el trance venatorio preguntándose: “… Poseen raciocinio?  Sienten? Tienen capacidad para gozar y sufrir?…” Preguntas que nuestro gremio puede responder con solvencia: basta contemplar la expresión y el movimiento corporal de nuestros compañeros, desde la cola hasta los belfos, cuando intuyen la inminencia del lance o se abalanzan a la arena sin temores y con entusiasmo pletórico. Quien suponga lo contrario puede preguntarse: ¿por qué no huye despavorido ante la bestia que esgrime sus colmillos como facas asesinas?

Asumiendo su condición cuasi innata de batidor, el escritor nos invita a recorrer un largo camino que en cada recodo sorprende con atisbos de vida: recuerdos de su lejana niñez; la febril adolescencia saboreando los primeros pasos de cazador; sus primigenias correrías junto a los perros; su condición de privilegiado espectador del nacimiento del Dogo; las desavenencias siempre honestas que jalonaron el largo recorrido para institucionalizar el pasado, presente y futuro de la raza; su admiración y cariño inmensurable por su ilustre pariente y creador indiscutido, y las pinceladas coloridas que pintan a su terruño cordobés, aún poblado de quintas con graneros, carboneras y palomares que no ocultaban a los guanacos y gallinetas vagando en las cercanías. Todo ello y mucho más, nos convoca a un tour imaginario por sus amadas sierras mediterráneas antaño pobladas por Comechingones y conquistadores españoles, sin excluir a la  toponimia campera reflejando sus dichas y sinsabores. Toda una vida de trotamundos que dejó lugar, no obstante, para coronar con éxito la carrera que lo convertiría en notorio legista.

Rememora los tiempos de botines “patria”, de aljibes colectores de lluvia y azotes ocultos detrás del astuto jabalí o pecarí, que depredaban cosechas y animales domésticos de grandes y pequeños productores, uno de los motivos que inspiraron al iniciador la gestación del Dogo. Épocas  en que solo se contaba para combatirlos con el aguerrido perro de pelea cordobés, que fue – en su autorizada opinión – la fuente donde se nutrió el Dr. Antonio Nores Martínez para su epopeya. Acostumbrados  los argentinos a que solo tiene valor aquello que es “made in”…algo, el libro es un bálsamo vivificante impregnado con olor a campo, patria, folclore y porque no, argentinismo cinófilo.

La frecuencia con que aparece entre líneas la imagen de Toño, tiene el mejor remate en las palabras de su amigo Felipe Crespo durante sus exequias, que cayeron como gotas de dolor sobre su tumba abierta: “… cuánto silencio hay en el Totoral, ha muerto Toño Nores, hasta los árboles parecen consternados!…”; o el homenaje concebido por el diario Los Principios, fundado en 1894, bautizando al fatídico rincón montaraz donde una mano asesina acabara con su vida, como Picada Toño Nores, señalando con una cruz de madera criolla al mojón que intenta detener al viajero o aguijonear al astuto jabalí que busca el dormidero.

A medida que se vuelven las carillas, surgen definiciones precisas y comprometidas sobre las variantes entre los Dogos sureños y cordobeses; con franqueza que lo honra confiesa que antaño eran comunes los enfrentamientos entre canes, y que la aparición del dogo no hubiera sido posible fuera del marco temporal en que vio la luz.

Exudan nostalgia sus añoranzas de quebrachos y algarrobos que abundaban en la Docta, deplorando la triste realidad del genocidio vegetal, según lo definiera con acierto el Dr. Samuel Sánchez Bretón en su denuncia pública. Con pródigas remembranzas históricas enumera a los perros destacados  por sus proezas en combate, y a los que trasmitieron depurada genética a sus descendientes: entre muchos a Day de Trevelin, caído en épica refriega inmortalizada por la leyenda y el monolito construido en el ruedo donde cayó como un valiente, y a Uturunco, su perro insignia, al que considera sin dudarlo como uno de los padres más importantes de la raza. Declara su afecto hacia los criadores originarios que con su esfuerzo y entusiasmo  sostuvieron en el tiempo a la gesta canina, destacando entre muchos al Dr. Agustín Nores Martínez, que a la muerte de su hermano tomó la posta hasta el fin de sus días.

Es superlativamente interesante el capítulo que acertadamente denomina etapa Institucional, en el que despliega un exhaustivo enfoque personal sobre los vaivenes políticos que acompañaron a la dirigencia durante el arduo quehacer conductivo, ya que era imprescindible satisfacer los requerimientos burocráticos de las Instituciones rectoras de la cinofilia nacional e internacional; pone el acento en los pioneros que constan en las primigenias  Actas del Club del Dogo Argentino, todo un hallazgo que pinta con tonos dorados los pasos fundacionales que condujeron, a través de indomable abnegación y esfuerzo, al reconocimiento universal de la única raza canina criolla, identificada entre otras virtudes con el valor durante la lid, arrojo ante adversarios superiores y mansedumbre doméstica. No falta la cita y el examen – apasionado – de los desencuentros entre criadores, memorando que “…allá por los 80 surgió una tendencia hacia la cría de perros de exposición, aparecieron los  presentadores profesionales, se alteró deliberadamente el standard original y comenzó la etapa del negocio, circunstancias que colisionaban con la idea primigenia: la belleza del dogo está reñida con sus cualidades funcionales…

Un verdadero hallazgo anecdótico es el encuentro fortuito con quien sería su amigo de toda la  vida: Pedro el Turco Julián, por entonces un adolecente que lo sedujo con su desparpajo y dotes de cazador con jauría, demostrados a pocas horas de conocerse. La juventud del que sería asiduo  compañero tras los rastros del verraco inyectó sangre nueva entre los precursores, aportando experiencia campera, audacia y vehemencia juvenil. Algunas experiencias junto a nuestro común amigo ratifican la vigencia de la pasión que nos une. No podía faltar el recuerdo hacia quien consagró buena parte de su vida a consolidar la raza: don Amadeo Biló, legendario protagonista de sucesos inolvidables que contribuyeron a difundir a la nueva raza por el mundo. Permítase la licencia de citar que junto a Chiche, para sus amigos, cabalgamos estribo a estribo muchas leguas  costeando el Negro o el Colorado, en la cordillera o el desierto, siempre con los ángeles blancos – como supe bautizarlos en la vieja revista Diana – marcando el rumbo.Termina el capítulo sin disimular sus disidencias conceptuales sobre la evolución de la raza luego de la desaparición de su padre putativo.

Más adelante se introduce, sin falsos prejuicios, en un tema tan sustancial como espinoso: la gimnasia funcional, un ejercicio  indispensable para que el Dogo afronte la desigual batalla como animal de combate, según lo pariera su progenitor. Y no vacila en sostener que para foguearlo es indispensable el enfrentamiento previo y controlado con sus futuros rivales, a fin de asegurar el desarrollo cualitativo de su instinto natural, impregnar sus jetas con olores bravíos y aceptar la desproporción física sin temores. Medir fuerzas cara a cara con el rival aflora las condiciones que permiten la selección de sementales y/o vientres con genética impoluta. Es preciso, continúa, garantizar la capacidad física, y en su medida, la seguridad de los gladiadores. Y para ello el training es la piedra basal que evita convertirlos en Kamikazes guiados por su instinto belicoso. Lidiar contra rivales que duplican o triplican su peso y lo igualan encoraje, demanda  preparación supervisada, más allá de las críticas de legos que desconocen los motivos de la creación del nuestro perro: controlar predadores imposibles de combatir sin la ayuda del olfato, oído y tenacidad de nuestro héroe para hallarlo y detenerlo en lo profundo del bosque. Así, fue y es necesario organizar el enfronte en recintos singulares, sujetos a métodos de trabajo y asistencia que eviten excesos en los objetivos, asegurando que la riña sea un ejercicio racional, que los adiestradores puedan intervenir eficazmente ante situaciones desbordadas y que la práctica no derive en un espectáculo circense.

No podían faltar los sabrosos relatos de sus correrías monteras, que cumplieron múltiples  funciones: entre otras liberar el frenesí venatorio, colaborar con los pobladores en el control de los pumas y jabalíes que asuelan sus haciendas y difundir las bondades de la raza por el mundo. Una de esas crónicas sucedió en la cordillera chubutense cercana a Esquel, asiento del Nido de Cóndores de su pariente y amigo don Agustín Nores Martínez. El paraje, los pantanos de Fofo Cahuel recostados al pie de la cordillera andina, fueron el escenario de una gesta indeleble: ambos, azuzando a sus valientes, lograron empacar a un enorme jabalí dotado de fuertes defensas con el solo objeto que varios extranjeros especialmente convocados presenciaran, in situ, el espectáculo inenarrable de la gesta. Fotos y filmaciones del lance recorrieron más tarde buena parte de Europa. La cuidada cita de cada uno de los baquianos, guías o simplemente anfitriones que acompañaron sus vagabundeos, no hace sino reflejar su hombría de bien, al recordar a quienes hicieron posible logros y disfrute.

No es casual que el libro contenga un profundo compendio del standard y carácter del Dogo, de hecho, piedras basales de la raza. Reflexivo y concluyente, profundiza con tecnicismos de sabedor sobre la disyuntiva de hierro: la armonía indisolublemente asociada con la función, es decir, no se puede No conjugar ambas cosas. Eso fue comprobado en largas y fructíferas jornadas de caza y juzgamiento en Europa y E.E.U.U.

No debo ni puedo omitir algunas disquisiciones que hacen a la comprensión de un deporte que, por decirlo de alguna manera, no tiene buena prensa… La caza, ese impulso ancestral que nos llega desde el hombre primitivo ha dejado de ser, obviamente, una exigencia para el sustento: ya no es necesaria porque la presa, dócil, aguarda pacientemente el degüello acorralada y a la vista de una sociedad hipócrita – en el mejor de los sentidos – que lo tolera por necesidad y rechaza por compasión, no siempre genuina. El intríngulis aparece cuando debemos explicar, con honradez ética, porqué el arte de la caza no es impiadoso: dado que el planeta se ha convertido en un enjambre de bocas hambrientas se impone el dilema de hierro: es necesaria la muerte que posibilite la vida. No es función del cazador mantener el equilibrio, pero la realidad ha demostrado que la caza sí es imprescindible. Después de mucho tiempo – demasiado – la más recalcitrante asociación conservacionista del mundo lo ha reconocido: la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, auspiciada por más de 200 países, ha concedido, presionada por las circunstancias que: “… la reproducción incontrolada de las especies atenta contra las propias especies y contra el medio ambiente, por lo que se debe permitir la caza enmarcada en leyes y reglamentos…”.  Tan lapidario para nuestros detractores como injusto para nuestra cofradía, es que los medios ajenos a nuestro deporte hayan ignorado – a sabiendas – semejante decisión verdaderamente revolucionaria. Antonio Nores Martínez vislumbró hace un siglo, quizás sin imaginarlo, que los depredadores de la agricultura y la ganadería deberían ser contenidos – jamás exterminados – para evitar que la letal tecnología lo hiciera. Gracias a la explotación sostenible de la caza, el azote de las piaras es un riesgo que las sociedades modernas aceptan en pos de la perpetuación de las especies silvestres. Así se ha demostrado en los países que marchan a la vanguardia del conservacionismo, como España p./e., donde el lobo se ha recuperado de la extinción casi total y hoy convive con los campesinos que, en caso de pérdidas, son resarcidos por el Estado con fondos provenientes – en parte –  de la caza deportiva.

El trabajo del estimado amigo Rivero Nores, por fin, es un aporte que brillará con luz propia dentro del escenario nacional e internacional de los criadores profesionales, cazadores o simplemente amigos del dogo que lo disfrutan en sus hogares. Los primeros para enriquecer sus propias conclusiones; los otros para informarse cómo se materializó su compañero de aventuras y los últimos para apreciar sus dotes más allá de los prejuicios. A pesar que mucho se ha escrito sobre el Dogo Argentino, esta obra muestra que no está dicha la última palabra.

Carlos Flavio Rebella.

El Dogo argentino que yo viví By Horacio Rivero

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